Tres apuntes

el sargento negro

1: Chica de Ford y de Fuller

La semana pasada acabó 11.22.63, la serie inspirada en un texto de Stephen King producida por el propio escritor y J. J. Abrams. Un tanto decepcionante para este bloguero, la verdad por delante, dadas las expectativas. El caso es que en el último capítulo (spoiler al canto), el protagonista encarnado por James Franco, viajero del tiempo sin ministerio ni cartera, regresa al presente y decide buscar a la chica rubia de la que se enamoró en 1963, bibliotecaria de profesión. La encuentra. Es ahora una anciana dulce, adorable, de ojos luminosísimos y vivaces. Irreconocible, al menos para el bloguero, que se llevó una grata sorpresa al identificarla en los créditos finales: Constance Towers nada menos, 83 años recién cumplidos y todavía en activo y con una prestancia inusual. A Towers, generalmente ignorada (no aparece ni en la notoria enciclopedia de Ephraim Katz ni en el Quinlan’s Films Stars), la recordamos y seguiremos recordando en dos espléndidas películas de John Ford,  Misión de audaces (1959) y El sargento negro (1960), y otras dos no menos espléndidas de Sam Fuller, Corredor sin retorno (1963) y Una luz en el hampa (1964), donde era protagonista, y cuya fulgurante escena inicial, ella con la cabeza rapada y la furia desatada, es un insuperado tour de force del séptimo arte. Al año siguiente arrancó su actividad televisiva, que ya no abandonaría y en la que continúa con pie firme. Que la constancia te siga acompañando, Constance.

 

2: Reloj suizo acatarrado

El otro día, domingo día 1 por la tarde, El tren de las 3.10 pasó por la cadena Cuatro con más de media hora de retraso: a las 3.45.

 

3: Franceses

Thomas Lilti estudió medicina y parece ser que la medicina es su campo de batalla como cineasta. Tras la interesante Hipócrates, esta semana se ha estrenado Un doctor en la campiña, un suave melodrama rural rebosante de humanismo que ensalza las bondades del buen médico de pueblo entregado en cuerpo y alma a sus pacientes las 24 horas del día los siete días de la semana. Ni tecnología ni hospitales en sus creencias: fichas manuales en vez de ordenador y la cama de casa como curativo espacio idóneo. Otro francés, de estatura autoral superior, Arnaud Desplechin, estrena Tres recuerdos de mi juventud, donde recupera al personaje de Paul Dédalus como queriendo otorgarle un ciclo a lo Doinel. Gran película, dotada de una fuerza expresiva de primer orden, entre la ternura de Truffaut y la crudeza de Pialat. El tercer francés de quien aquí se quiere hablar comparece no por presencia sino por ausencia: Alexandre Astruc, fallecido el pasado día 19, a los 92 años de edad. Hoy nadie conoce a Astruc, pero su obra y su influencia en el mapa del cine galo son gigantescas. Como pensador, formuló su teoría de la caméra stylo, de largo recorrido, que ejemplificaba afirmando preferir la ligereza de un Mizoguchi al expresionismo de un Welles. En 1952 se estrenó con el mediometraje Le rideau cramoisi, que ya hizo ruido, y tres años después realizó su primer largometraje, Les mauvaises recontres, que suscitó elogios ditirámbicos de André Bazin y Jacques Doniol-Valcroze, entre otros. Títulos que anuncian, cómo no, la inminente nouvelle vague, de la que Astruc fue faro de tanto peso como Renoir o Franju. En 1958 llega su obra más madura, una pieza maestra, Une vie, basada en una novela de Guy de Maupassant, rodada en color (soberbia fotografía de Claude Renoir) y sacudida por un romanticismo desatado, “une inflation lyrique de la mise en scène” (Joël Magny dixit) fuera de lo común. Folletín fatalista inmensamente físico, en Une vie la escritura de Astruc enlaza, sí, con la ligereza mizoguchiana, pero en estrecho matrimonio con una pulsión febril de raíz sirkiana, que no excluye un profundo sentido de la crueldad: la escena en que la criada, al aire libre, sobre la nieve, da a luz al hijo bastardo alcanza una intensidad desusada. Astruc siguió haciendo grandes obras, en cine (Éducation sentimentale, de 1962) o en televisión (el soberbio cortometraje Le puits et le pendule, del 64, según el relato de Poe), hasta su retiro en 1993.