Apichatpong Weerasethakul

Hay, en el tramo final de la película, un plano magistral en plena naturaleza, en una selva virgen, que podría ser una imagen de Spielberg (pongamos un dinosaurio asomando el morro por el lado izquierdo del encuadre o una nave extraterrestre que huye de nuestro planeta hacia la derecha) convenientemente reformulada por David Lynch. Es un plano aturdidoramente hermoso en el que juega un papel primordial el sonido (o, mejor, el silencio y el sonido). Y es un plano, en sí mismo, que de inmediato hipnotizaría al espectador si no fuera porque el espectador lleva ya dos horas hipnotizado, concretamente desde el primer plano de la película, una toma de una habitación oscura en silencio sepulcral durante un buen rato hasta que irrumpe, estalla un sonido breve, seco, ensordecedor, como una no identificable explosión o una gigantesca bola de acero golpeando nuestro cerebro. Ya el sonido (y el silencio) dando cuenta de su importancia capital desde el primer momento. Poco después contemplamos una escena que parece remitir, u homenajear, a Holy Motors (2012): en un aparcamiento al aire libre y sin presencia humana, se dispara la alarma de un coche y se encienden los intermitentes, luego lo mismo en otro auto y en un tercero y en un cuarto, etc., hasta que parece que los vehículos están dialogando o se confiesan. Más tarde, otro plano quieto, sereno, largo, fijo, donde un técnico de sonido, en su estudio, intenta hallar el sonido exacto que antes habíamos oído junto a la mujer que, en aquella habitación oscura, lo había oído y lo sigue oyendo, puntualmente, a lo largo de su día a día.

Esa mujer, ese sonido que también a nosotros nos invade e inquieta. Interrogantes, enigmas que se plantean desde un estricto realismo que en cada instante lleva incorporado (lo percibimos) otra dimensión de lo real. La protagonista de los tímpanos sensibles viaja del ámbito urbano al rural y allí es cuando la película crece y crece todavía más, se expande y se diría que abarca el cosmos entero y la memoria del mundo. La mujer encuentra a un hombre en medio de la jungla colombiana, que limpia pescado con delicadeza, extrae historias de una piedra, muere un rato con los ojos abiertos y vuelve a vivir. Todo esto dura mucho, está pautado con ritmo parsimonioso, planos estáticos que desafían a la narración convencional y mantienen nuestras pupilas en estado de fascinación perenne. Llega entonces el plano del que hablamos al principio, sigue el silencio (la meditación) adueñándose de la obra, que es hermética, sí, y osada, también, pero de tono distendido y nada espeso, donde no falta la ironía o el humor: la escena del restaurante, el chiste a costa de Dalí… En conjunto, dos horas y cuarto de experiencia mental, visual y sensorial fuera de lo común.

Sí: esto es Memoria, la segunda mejor película del año después de Alcarràs. Como la de Carla Simón, Memoria nos reconcilia con el cine, con la belleza del mundo, con la vida.

La pureza

En una escena de Alcarràs, dos miembros de la familia protagonista recogen higos de la higuera, intercambian cariño de manera suave y natural. Muchos años antes, en The Southerner (1945), de Jean Renoir, una abuela y su nieta cogían y comían uvas de una viña encontrada en el camino. Estas dos escenas forman parte de los privilegiados momentos del cine en los que el espectador siente el deseo urgente de cruzar la pantalla, estar con los personajes, compartir sus charlas, probar esos frutos del árbol o la cepa que se adivinan deliciosos. Solo por esta razón, Alcarràs ya es un milagro. Pero lo es también por otras muchas razones. Su pureza cinematográfica, por ejemplo, no es precisamente el pan nuestro de cada viernes; es una excepción que se da, nunca mejor dicho, de higos (o uvas) a brevas. Un remoto rincón rural del Segrià se desplaza a Berlín, enamora a Shyamalan y conquista el mundo: otro milagro.

Alcarràs contiene una trama, concerniente a una familia de campesinos que vive del melocotón y atraviesa un momento complicado (la inminente pérdida de sus tierras, cuya propiedad no pueden demostrar administrativamente: antes contaba más la palabra dada que la firma de un contrato), pero lo que interesa de la historia es la descripción de un ambiente, de un tiempo concreto (el presente, sutilmente contrastado con el pasado y aventurando un futuro posible: ¿del negocio de la fruta al de las placas solares?) y de un núcleo familiar formado por niños, adolescentes, padres, tíos, abuelos. Carla Simón retrata óptimamente (y de manera objetiva y democrática, sin privilegiar a un personaje por encima de los otros y adjudicando el mismo tono sereno y ecuánime a todas las situaciones, las alegres y las menos alegres) a la gente del campo, pero también a todo cuanto la rodea, pues en Alcarràs cuentan tanto como las personas los árboles y sus frutos, la tierra, el agua, los tractores, los caracoles (magistral secuencia la de la festiva comida familiar, de un realismo delicado, incomparable), los porros y los porrones, el viento, la noche, la luz del sol, los conejos… La protagonista de Alcarràs es, lisa y llanamente, la vida, en toda su amplitud, reflejada por una cámara que, pudorosa, parece no intervenir en la ficción, se hace invisible o se funde en el paisaje y lo acaricia. Una incontestable veracidad inunda cada instante y una gigantesca emoción nos invade y enriquece.

En una reseña de Ginger y Fred (1985), Serge Daney decía que “el cine es también un arte de acompañar a todo el mundo a su casa”. Acompañar, hermoso verbo. Una frase, la de Daney, adecuada al segundo largometraje de Simón: Alcarràs, desde ahora mismo, nos acompaña a casa y allí donde vayamos, como nos acompañan, en cada paseo del día, en cada minuto del día y la noche y entre otras doscientas, trescientas más, El hombre tranquilo (1952), Sólo los ángeles tienen alas (1939), Mon oncle (1958)… Las llevamos dentro siempre. O nos llevan dentro.

Hip, hip, Hope!

La programación del ecléctico y extraño canal BOM Cine, en el que abundan las mediocridades, conviene peinarla a menudo, a poder ser semanalmente, porque a veces te ponen una perla. El otro día emitieron Alias Jesse James (1959), una comedia del Oeste protagonizada por Bob Hope, un actor que no acostumbra a ser santo de devoción entre la parroquia cinefilia europea pero que en Estados Unidos fue una institución, un cómico popularísimo en radio, salas de fiesta, cine, televisión, como entertainer en el frente bélico o como maestro de ceremonias de los Oscar. Woody Allen lo tiene en un pedestal, a tan solo dos centímetros por debajo de Groucho. Murió en julio de 2003, ya centenario y prácticamente sin dejar de jugar al golf. Unos años antes de Alias Jesse James ya había tanteado el western paródico en dos títulos de mayor enjundia, Rostro pálido (1948) y su secuela, El hijo de Rostro pálido (1952). La primera la realizó el mismo director de Alias Jesse James, Norman Z. McLeod, y contaba con un maestro en el guion, Frank Tashlin; la segunda la dirigió el propio Tashlin y contenía gags excelentes. No los hay en la discreta Alias Jesse James, pero Hope recurre a su típica gestualidad de cartoon en las situaciones apuradas: cuando por obligación se bebe un whisky en el saloon (el tipo es un agente de seguros de Nueva York que ha llegado al Far West después de extenderle una póliza al mismísimo Jesse James, interpretado por Wendell Corey), su ridículo bombín se hincha como un globo, exhibe un repertorio de muecas y saca humo por las orejas.

La perla de Alias Jesse James está en sus cinco últimos minutos. Hope se enfrenta, él solito, a Jesse James y su banda. Naturalmente, no es diestro con las armas, no tiene puntería, es una auténtica calamidad, pero a cada disparo suyo cae uno de los malos. ¿Chiripa? No. Resulta que hay un puñado de ciudadanos que, desde una ventana o asomándose por un callejón, le ayudan a cepillarse a los malhechores sin que él se entere. A cada uno de ellos se le concede un plano y una frase tras su disparo certero. La mayoría son rostros televisivos famosos por series del Oeste de aquella época y visten la misma ropa que en la pequeña pantalla: Hugh O’Brian (Wyatt Earp en The Life and Legend of Wyatt Earp), James Arness (Matt Dillon en Gunsmoke), James Garner (Bret Maverick en Maverick) Fess Parker (Davy Crockett en la serie sobre el célebre personaje incluida en Disneylandia), Gail Davis (Annie Oakley en la serie del mismo nombre), Jay Silverheels (el indio Tonto en The Lone Ranger) y Bond, Ward Bond (el mayor Seth Adams en Caravana). También hay un par de cowboys pintorescos y folclóricos: Roy Rogers y Gene Autrey. Y dos astros más, nada menos que Bing Crosby (colega de Bob Hope en la serie de películas Road to…) y… ¡Gary Cooper! Hope estaba en lo más alto de la fama, era el productor de la película y podía permitirse este lujo estelar. (Por cierto, ya que Garner/Maverick corre por ahí, hay que recordar que en la versión cinematográfica que de la serie dirigió Richard Donner en 1994 también desfilaban en breves cameos actores populares de westerns televisivos, ya envejecidos: Doug McClure, James Drury, Robert Fuller, Henry Darrow…).

¡Qué dolor!

El bloguero tuvo que oír hace unos días, de la boca de un necio, una antigua frase que creía ya desterrada del planeta: “Yo es que al cine voy a divertirme; en cambio, vosotros…”. No “tú”, no: “vosotros”. A uno lo meten de inmediato en un saco habitado vete a saber por qué extrañas criaturas, esos engendros que no vamos al cine a divertirnos. Por consiguiente, “nosotros”, como ya observaba Manny Farber a propósito de esta frase en 1944, “vamos al cine como si fuésemos en busca de un purgante”. Vamos a sufrir. Masoquistas natos, en el sufrimiento hallamos el placer, algo próximo a la felicidad absoluta. ¿Y con qué sufrimos? Pues sufrimos, y mucho, con las películas de Harold Lloyd, las de Woody Allen y las de Jerry Lewis, las de Chaplin, Tati, Alberto Sordi o Laurel & Hardy. Sufrimos con El hombre tranquilo (1952), con El ladrón de Bagdad (1940) y con Siete novias para siete hermanos (1954) y padecemos lo indecible, como si nos bombardearan la cocina mientras calentamos los macarrones, viendo a Cary Grant en un jardín, siguiendo de cuatro patas a un perrito que ha enterrado un huesecito. Las comedias de los hermanos Marx son peor que un dolor de muelas, por eso las vemos tantas veces, porque nos pirran los flemones y el instante sublime en que te extraen el diente. Otro momento de tortura consiste en contemplar a Henry Fonda o a Richard Widmark cabalgando por las praderas y la montaña: migraña insoportable, un fuerte calambre en el pecho… ¡puro placer! Raritos que somos. Y con el semblante caquéctico, decrépito.

Ahora bien, “ellos”, los que van al cine a divertirse, lucen unas mejillas sanas como Heidi en los Alpes, unos cuerpos serranos, un espíritu tónico y uniforme y siempre ven que la vida es bella como una aurora boreal. Estos seres privilegiados ahora se estarán relamiendo de gusto con el estreno en Netflix de Alerta roja. Tiene todos los ingredientes: acción continua, peleas, vuelos, una selva y unas persecuciones indianajonescas (todo pésimamente filmado, pero ¿acaso importa?); dos tíos simpáticos (Dwayne Johnson y Ryan Reynolds) y una tía simpática (Gal Gadot), que se hacen los simpáticos, claro está, y se gastan bromas y cuentan chistes (todo al nivel de un parvulario desatendido, pero ¿acaso importa?), y unos escenarios muy lindos de varios rincones del mundo (hasta sale Valencia, con corrida de toros de propina). El masoquista cinéfilo sufriente ve con nitidez total el Gran Bodrio del Año. Y ve con qué facilidad los productores hoy se gastan un dineral con el big concept más débil: coge a tres superestrellas con carisma y déjalas que hagan el ganso. No hace falta nada más para contentar a quien acude a las películas para divertirse y que, en tanto que cine de acción, encontrará aquí, no lo duden, más estímulos (el registro cool, los colores y las localizaciones de catálogo de agencia de viajes, una alegría de emoticono sonriente, etc.) que en Mad Max: Furia en la carretera (2015), que es cilicio para los que sufrimos. Farber concluía su reflexión sobre el tema sentenciando que “si vamos al cine solo por la diversión que ofrece una exhibición de basura es porque Hollywood ha logrado embaucarnos en más de un sentido”. Y eso lo decía en 1944, cuando las cosas (y los espectadores) estaban bastante mejor que ahora; cuando, en fin, el cine popular también podía ser, era, cine grande.

Después de ver Alerta roja, el bloguero necesitó una ración urgente de sufrimiento y se tragó, seguidas, Poderosa Afrodita (1995) y Vive como quieras (1938). ¡Qué dolor!

Dos películas y “Tres”

1: En familia. Ray Liotta interpreta en Santos criminales a dos hermanos gemelos que son las dos caras de una misma moneda mafiosa. Curiosamente, el que está suelto es el más bruto, chiflado y peligroso, y es fascinante ver a ese carismático actor comer mucho y con desesperación, como recién llegado de una guerra muy larga. El otro lleva años en prisión, pero aparece sereno, acepta la condena porque mató a un miembro de su (sagrada) familia y es sumamente sensible al jazz. El primero, comiendo con los suyos, recuerda que no hay que hablar de política ni de negocios en la mesa, una escena doméstica anclada en lo más profundo del cine gangsteril. La presencia de Liotta refuerza el parecido de esta gustosa precuela de Los Soprano con los clásicos de Scorsese. El espectador también se siente en familia.

2: Movimiento. Por el catálogo de clásicos de Movistar + circula una copia espléndida de El temible burlón (1952), donde el encanto de los colores, los cielos limpios y el mar siempre presto a la aventura es una fiesta constante. Tan constante como el movimiento: del primer minuto al último, Burt Lancaster y Nick Cravat saltan, corren, brincan, vuelan, pelean, burlan a ejércitos enteros, generan slapstick, son apresados, se escapan, vuelven a las acrobacias, se disfrazan de mujeres, vencen a los malos… La historia de amor entre Lancaster y Eva Bartok no alcanza el minuto de proyección porque aquí todo lo que no sea acción y velocidad carece de importancia. Pocas películas en el cine sonoro habrá con tanto movimiento y tan parecidas a las cómicas mudas. Su acabado (encuadres, montaje, ritmo, coreografía) es de una perfección asombrosa. El cine como cartucho de dinamita. Cada fotograma, un torbellino. En suma, poesía a raudales. El temible burlón es una obra magistral que urge reivindicar al igual que a su autor, Robert Siodmak, tarea de la que se encargará la revista Dirigido por en su número del próximo enero.

3: Superheroína. “Escucho sonidos con retraso”, le dice la protagonista de Tres (una emotiva Marta Nieto) a su doctora. El personaje, que irónicamente es técnica de sonido de un estudio de cine, tiene esta anomalía. Es como vivir las 24 horas del día como una corresponsal del extranjero que tarda un par de segundos en escuchar la pregunta que le formula el presentador del informativo. El maldito delay. Pero la cosa es todavía más grave: esta anomalía va in crescendo, cada vez tarda más en percibir un ruido, una frase. Y aún más: también le dice a la doctora que “escucho el pasado de un lugar aunque no haya estado allí”. Originalísimo y sugestivo tema el que nos propone Juanjo Giménez en su largometraje. Y un gran desafío el de filmar la desincronización de la protagonista, del que sale airoso con herramientas cien por cien cinematográficas: los desfases se contemplan a veces desde el punto de vista (mejor dicho, desde el punto de oído) de la chica, a veces desde el de quienes están con ella. Escenas como la del supermercado son un acierto total. Tres se puede ver como una película de género fantástico donde una extraña enfermedad destierra a quien la padece de su entorno social, como el Grant Williams de El increíble hombre menguante (1957) o, ya puestos en lo femenino, la Lily Tomlin de aquella atrocidad llamada The Incredible Shrinking Woman (1981). Sin abandonar lo fantástico, vemos igualmente Tres como una película de superheroína, por cuyos poderes sobrenaturales podría ser fichada por algún Servicio Secreto de Inteligencia: no estamos tan lejos de la inolvidable Alexandra Bastedo de Los invencibles de Némesis.

Diluvio de placeres

Algo tendrá que ver la pandemia, que por cierre de salas e incertidumbres varias obligó a aplazar sine die el estreno de un puñado de títulos que ahora, con el horizonte más despejado, empiezan a desfilar finalmente por las pantallas al mismo tiempo que otros cocinados en fechas más recientes. Este hecho ha provocado que en estos últimos meses haya habido una avalancha de grandes e incluso extraordinarias películas en las carteleras, una racha de veras infrecuente. Remontémonos al último viernes de julio: ese día aterrizaron la espléndida Tiempo, de Shyamalan, y la muy disfrutable Jungle Cruise, de Collet-Serra. Agosto, todavía tímido, nos regaló sin embargo el estimulante musical subversivo de Carax. El diluvio comenzó en septiembre: un Villeneuve más fibroso de lo habitual, Eastwood, Bollaín, el esperadísimo (un año y medio chorreando baba) y arrollador 007, Verhoeven, Almodóvar, Monzón, Ducournau, Wes Anderson, Jonás Trueba… Y, sorpresa, León de Aranoa, que con El buen patrón firma su película más atractiva desde Barrio (1998); aquí, el mensaje fastidioso que siempre nos estampa en las narices y nos impide ver el bosque (la propia película) es afortunadamente tan delgado como el papel de liar cigarrillos y la comedia, que en sus mejores momentos tiene un toque Risi, fluye despojada. Y Bardem, tan pasado de rosca en el precedente Aranoa Loving Pablo, está mejor que nunca, monumental.

A la fertilidad de los estrenos comerciales en salas habría que añadir hallazgos felices llegados a las plataformas, como Distancia de rescate, de Claudia Llosa (Netflix), película sugestiva e inquietante que por unos momentos al bloguero le dio la sensación (luego infundada) de un reencuentro con la memorable El otro (1972), de Mulligan. O, como cada año, el festival de Sitges. Pasar unos días de octubre en la bella localidad catalana, si uno está libre de compromisos periodísticos y puede ir a su aire, es una delicia incomparable. Y llena de placeres. Dos como ejemplos. Uno: un pulpo a la brasa de impecable cocción, acompañado de un puré de patatas bien especiado con pimentón (o la deconstrucción del tradicional pulpo a feira), degustado en el restaurante Komokieras. Dos: Mad God, obra maestra absoluta del genio de los efectos visuales y la animación Phil Tippett, que el autor ha ido fabricando pacientemente a lo largo de treinta años. Si Godard pedía una idea en cada plano, Tippett va más allá y por lo menos una docena de ideas ocupan cada imagen. Su riqueza visual es abrumadora, la imaginación desbordante y el sentido de la maravilla se igualan a grandes logros de la creación cinematográfica: Méliès, Harryhausen, Svankmajer, los mejores hallazgos de Gilliam y, sobre todo, Eraserhead (1977). Hace muchos años, en Sitges precisamente, después de ver The Abyss (1989), José María Latorre le comentó al bloguero que nunca había sentido de manera tan veraz el vértigo que produce un descenso a las profundidades como la que mostraba James Cameron en cierta prodigiosa secuencia. Los primeros minutos de Mad God provocan el mismo efecto: un descenso largo, en este caso al mismísimo infierno, que parece inacabable, rebosante de incidentes y detalles, y que nos introduce en un universo dantesco, surreal, espeluznante, del que ya no saldremos (ni ganas tenemos) hasta mucho después de acabada la proyección. Si no lo ha hecho ya, algún distribuidor debería comprarla: esta joya merece ser vista por la parroquia cinéfila urgentemente, en cines, en plataformas, donde sea.   

Sitges 2021 se clausuró con una modélica aproximación a las fantasías medievales y el ciclo artúrico, El Caballero Verde, que el próximo jueves día 28 estrena en exclusiva Amazon Prime Video. Otra muestra del talento de David Lowery abordando el cine de géneros desde ópticas a contracorriente de las modas y los tics narrativos para párvulos de multisalas. Su película, que no es otra cosa que el clásico viaje iniciático, rompe esquemas cada diez minutos, ostenta una respiración pausada, tranquila (la escena, hacia el final, del encuentro entre el protagonista, Sir Gawain, y el Caballero Verde parece filmada por Apichatpong Weerasethakul), y la belleza plástica que destilan sus imágenes en exteriores recuerda a los westerns de James Stewart & Anthony Mann.

Belmondo, “le dur en chapeau mou”

¿Dónde le vimos por última vez? La pregunta también es aplicable a su colega y parangonable mito Alain Delon y conduce a la misma respuesta: en Uno de dos (1998), la buddy movie que recuperaba, hace más de veinte años, a la ya artrítica pareja de Borsalino (1970) en un desesperado, y a la postre infructuoso, intento de reverdecer las respectivas carreras de los dos astros más famosos del cine francés desde Jean Gabin. Hay que forzar el músculo de Mnemósine para recordar nuestros contactos en las últimas décadas con Jean-Paul Belmondo. Antes que el filme de Leconte, queda la imagen neblinosa de un discreto Lelouch diez años anterior, El imperio del león (1988), donde el actor daba vida a algo parecido a un personaje: un multimillonario que cambia de identidad y se refugia en una isla exótica.

Rebobinando la cinta del tiempo, topamos con un Belmondo todavía más intrascendente y olvidable. Son los años de (y seguimos retrocediendo como un cangrejo) Hold Up: Asalto al banco de Montreal (1985), Simpático y caradura (1984), Rufianes y tramposos (1984), El marginal (1983), As de ases (1982), El animal (1977), El incorregible (1975), Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo (1973), El furor de la codicia (1971)… En ese río de insignificancias (hemos remontado la corriente, ya ven, hasta principios de los setenta), una flor, el Stavisky… (1974) de Resnais, no hace primavera ni verano. Pero Bébel, su apodo cariñoso, arrasa en taquilla, destila salud y fortaleza atlética (se vanagloria de no usar dobles y la cámara hace prodigios para demostrarlo) y, si necesita lucir otras aptitudes, un Cyrano sobre los escenarios le mantiene la respetabilidad.

No, no es ningún Belmondo posterior al de los sesenta el que permanece en nuestra memoria. Es el Belmondo de Godard y de Melville, el Belmondo de La sirena del Mississippi (1969), de Truffaut, el que no olvidaremos mientras vivamos: el bogartiano Michel Poiccard de Al final de la escapada (1960), el poético nihilista Pierrot le fou (1965), “le dur en chapeau mou”, como rezaba el póster original, de El confidente (1962) o el boxeador derrotado de El guardaespaldas (1963) son creaciones de veras importantes. Nadie en el cine francés o europeo, ni Eddie Constantine ni siquiera Lino Ventura, vistió tan bien una gabardina y un sombrero, y únicamente un Bogart o un Mitchum podrían comparársele. Eran años de sangre fresca y nouvelle vague, de un romanticismo exaltado. En esa era dorada, hasta un cameo suyo en la más bien desquiciada Casino Royale (1967) tenía sentido. Y aunque no estaba todo a la misma altura (el actor ya se demarcaba de los pesos pesados en filmes de acción tan evanescentes como Cartouche (1962), El hombre de Río (1964) o Las tribulaciones de un chino en China (1965): cine popular Belmondo y lirondo), su juventud, su contagiosa vitalidad y su singular carisma (su bellísima fealdad, oxímoron en toda regla) revertían en un encanto natural francamente acogedor.

Sí, tal vez solo retengamos poco más de media docena de títulos de su ancha filmografía. Pero son títulos que llevamos pegados a nuestra piel de espectadores apasionados y agradecidos. Descanse en paz.

El viejo y entrañable “TP”

Lo ves cada vez que vas al quiosco, señorial, orgulloso de su longevidad, al lado de docenas de publicaciones semanales que nacen, se desarrollan y mueren en menos de un año (no el ¡Hola!, claro, otro pavo real entre tanto papel en vías de extinción), y te dices que un día de estos lo compras, para ver cómo le luce el pelo. Pero pasan las semanas, los meses, y nunca cumples tu promesa. Hasta este viernes. Finalmente compré el Teleprograma, el entrañable y antaño imprescindible TP. Número 2.883, poca broma. 1’80 euros. Tres temas en la portada: uno (el destacado) sobre la serie Servir y proteger, otro sobre un rodaje de verano y el tercero, ¡ay!, en torno a Ana Rosa Quintana (“Me merezco decir lo que pienso”, dice y tal vez piensa: frase grandiosa). Decididamente, éste no es mi TP. En las portadas de mi TP salían Félix Rodríguez de la Fuente, o Cary Grant, o Gary Cooper, o Tony Curtis y Roger Moore (Los persuasores), o Los Vengadores (no, cariño, no los de Marvel), o David (El fugitivo) Janssen, cuya imagen de cuerpo entero corriendo como una liebre acosada aparecía en la del primer número del semanario, publicado el 9 de abril de 1966. Hojeo el interior del 2.883 y sigo sin reconocer mi TP entre tanto color, tantas imágenes de Instagram, tantos reportajes sobre asuntos que me son ajenos (La Voz Kids, la entrevista a la Quintana, etc.) y tantísimas parrillas con sus respectivas programaciones, algo que hoy ya está al alcance de todos usando el mando a distancia.

Ahora me voy a una estantería del despacho y desempolvo media docena de viejos ejemplares de la revista que guardo con cariño. Y, sí, efectivamente, aquel TP (años 60-70) era la mejor y más eficaz guía posible para estar informado, al día, de todo cuanto emitían la pequeña pantalla (los dos canales de Televisión Española) y la grande (edición de Barcelona en este caso), escrupulosa en datos (extensas sinopsis, detallado reparto y dirección tanto en series como en cine en televisión o en salas y, si una película anunciada ya se había programado en anteriores ocasiones, se señalaba la fecha o fechas en que se emitió) y altamente fiable. Había además, en cada número, cartelera teatral, listado de restaurantes por categorías, pasatiempos, horóscopo, un extenso reportaje sobre el tema de portada y, lo más enternecedor, la fotonovela por entregas que debía tener entretenidas a las amas de casa mientras hervía el puchero o los maridos miraban el partido de fútbol los domingos (la quiniela de la semana, por cierto, tampoco faltaba en las páginas del TP).

Vamos al número 231, correspondiente a la semana del 7 al 13 de septiembre de 1970. Jerry Lewis en la portada y páginas interiores (su show televisivo formaba parte del magazine dominical Fórmula Todo, que también incluía la simpática serie de policías Área 12). Recordar la programación de aquella semana, una semana como cualquier otra, te pone un nudo en la garganta y te humedece los ojos. Series: El detective fantasma y El gran Chaparral (lunes), El show de Doris Day (martes), Embrujada, Buscando novia a papá (serie protagonizada por Bill Bixby inspirada en El noviazgo del padre de Eddie, de Minnelli) y Mannix (miércoles), Bonanza, Ballinger de Chicago (o M Squad, excelente telefilme policíaco protagonizado por Lee Marvin) y Ironside (jueves), Mis adorables sobrinos y El laberinto del silencio (viernes), el Thriller presentado por Boris Karloff (sábado) y Daniel Boone (domingo). No está nada mal. Peino ahora el cine en televisión en esos viejos ejemplares. La oferta es buena en general, y muy buenos los ciclos, pero lo que asombra es ver películas como Ana Bolena (1920), de Lubitsch (10 de enero de 1972), Metrópolis (1927), de Lang (13 de diciembre de 1971), o La punition (1962), de Jean Rouch (17 de noviembre de 1969), que hoy ningún canal de televisión se atrevería a emitir.

EL CINE, HOY: Hemorragia de cine inútil

Durante las trece semanas de vida de EL CINE, AYER en este blog han sucedido, obviamente, cosas en el ámbito cinematográfico, aunque de poco relieve. Como la ausencia de sorpresas en la entrega de los Oscar: bien está que Nomadland, película extraordinaria, saliera victoriosa. De películas extraordinarias hay pocas, de acuerdo: First Cow, la otra gran maravilla de la temporada, sería otra excepción. Lo malo es que películas simplemente buenas son también escasas, tan escasas como las angulas en los restaurantes. Examinemos algunas (películas, no angulas), estrenadas en salas estos tres meses últimos: El informe Auschwitz, Guerra de mentiras, Los Estados Unidos contra Billie Holiday, Bajo las estrellas de París, Una veterinaria en la Borgoña, Crónica de una tormenta, Police, 4 días, Boda sin fin, Vivir sin nosotros, Poliamor para principiantes, El año de la furia, Dios mío ¡Los niños han vuelto!, Sueños de una escritora en Nueva York, La violinista, El inglés que cogió la maleta y se fue al fin del mundo, El poeta y el espía… Hay más del mismo pelaje, pero quedémonos con estas. Los temas y los géneros son variados (denuncia del racismo, lecciones de historia, comedia, amor gay, etc.), pero a todas las hermana un rasgo común: el cine manso, plano, abúlico, pusilánime, anodino, desabrido o tediosamente académico, formulario, de plantilla. Cine inútil de cabo a rabo, aunque habrá quienes defiendan ciertos títulos por abordar causas nobles. Las causas nobles están muy bien, sí, pero hay que echarle arte y coraje, pasión y poesía, para que resplandezca el buen cine; el cineasta debe filmar con las tripas en una mano y la cámara en la otra, y eso no se da en ninguna de las películas citadas, en las que no hay ni un solo plano capaz de generar belleza o una mínima emoción.

No anda mucho mejor el patio en los territorios del cine de evasión y la superproducción. Algunos filmes se dejan ver, mantienen cierta dignidad sin apelar al verdadero placer cinéfago: Chaos Walking, Nadie, Godzilla vs. Kong, Cruella, Este cuerpo me sienta de muerte, Un lugar tranquilo 2… Otros son directamente desechables: Tom y Jerry, Spiral: Saw, Expediente Warren: Obligado por el demonio o El otro guardaespaldas 2. En cualquier caso, no hay tampoco en este apartado, en tres meses largos de estrenos, una sola película que merezca almacenarse en el baúl de los recuerdos. Volviendo a EL CINE, AYER, desde luego no todas pero sí muchas de las 72 películas listadas en el capítulo 8 formando 36 programas dobles tienen, siendo cine de consumo ordinario, mayor entidad y honestidad, en tanto que entretenimientos decentes y saludables, que todos estos buñuelos que hoy consumimos.

El panorama es desalentador, sin asomo de duda, pero tampoco convida a cortarse las venas. El cinéfilo de hocico adiestrado, que siempre localiza su abrevadero, habrá hallado estímulos puntuales en estos meses para mantenerse en forma. Las habrán degustado cuatro gatos, pero ha habido propuestas aquí mismo, en el cine español, altamente sugestivas: Armugán (Jo Sol); Karen (María Pérez Sanz), Todas las lunas (Igor Legarreta) o Destello bravío (Ainhoa Rodríguez) son de veras obras valiosas, singulares. Y sin salir del continente, Borrar el historial, de los siempre estimulantes Delépine y Kervern, y Gunda, de Viktor Kossakovsky, bien merecen la visita. Como ya es habitual, tenemos además el auxilio de las plataformas: son notables, por ejemplo, Possessor, de Brandon Cronenberg (Movistar) y El discípulo, de Chaitanya Tamhane (Netflix). Y desde Disney, Luca, una de las películas más ligeras de la factoría Pixar pero rebosante de encanto, luz, color, sabor, aroma y agilidad narrativa, recomendable para todo bípedo pensante con sed de diversión inteligente. Total: que pese a la hemorragia incontrolada e incontrolable de cine inútil, todavía hay riachuelos donde remojarse a gusto.

EL CINE, AYER. Capítulo 9 y último: De entonces a hoy

Para finalizar este recorrido de acendrado acento nostálgico, una pregunta: ¿cómo y cuándo un espectador corriente aficionado al cine, que todavía en su juventud sigue perseverando en el consumo inmoderado, enfermizo de películas, pasa de adorar a Santo el Enmascarado de Plata o al grasiento Fernando Sancho del gazpacho western a admirar a Bernardo Bertolucci o Roman Polanski y luego, en casos concretos, a dedicarse profesionalmente al periodismo cinematográfico? Es, claro está, un proceso que se fragua a fuego lento, un chup-chup calmado que, sin embargo, ha dejado durante su largo tiempo de cocción (infancia y adolescencia) señales de alerta, avisos no atendidos pero procesados en el subconsciente. En mi caso, por poner dos ejemplos, haber visto en su día, ambas en las magnas pantallas del Cinerama (el Florida y el Waldorf) y ambas casualmente en diciembre de 1968, 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) y Playtime (Jacques Tati, 1967); algo por dentro, un susurro persistente, venía a decirme que había otros niveles de concepción de la ciencia ficción y la comedia: aquellas obras en nada se parecían a Planeta prohibido (Fred McLeod Wilcox, 1956) o Fantomas vuelve (André Hunebelle, 1965), no encajaban en mis parámetros adquiridos en cines de barrio. Otra revelación, poco después: El pequeño salvaje (François Truffaut, 1970), degustada con asombro en el lujoso cine Alcázar cuando se estrenó. La conquista del Oeste (Henry Hathaway, John Ford y George Marshall, 1962) seguiría siendo, seguirá siendo ad infinitum, mi película favorita, pero Truffaut me abrió los ojos y vi horizontes cercanos, a la vuelta de la esquina.

Concluida, así, una primera etapa de formación despejada de hojarasca intelectual, empezamos ya con una base estética aceptablemente sedimentada (pasando, o no, por el período de sarampión de consignas ideológicas que definían el cine americano como “aparato represor y alienante” y analizaban sesudamente sus “mecanismos de representación icónica”) una segunda etapa de continuos descubrimientos que se revelaría no menos apasionante: las revistas especializadas que comenzamos a devorar (Fotogramas y las tres primeras firmas que me inocularon el virus y la vocación del cine escrito: Jaume Picas, José Luis Guarner y Mr. Belvedere), la Semana de Cine en Color de Barcelona, las salas de arte y ensayo (o salas especiales, término que hoy podría hacer pensar que sus espectadores padecían el síndrome de Down) donde actores y actrices hablaban inopinadamente con sus propias voces y en sus lenguas propias, la Filmoteca en sus días de la calle Mercaders y…. TVE, que a finales de los años sesenta y durante buena parte de los setenta emitía ciclos impensables hoy, cuando contamos con tropecientas cadenas públicas o de pago; por ejemplo, un ciclo no completo pero sí muy representativo dedicado a Gregory La Cava, un hallazgo felicísimo (sabíamos ya algo de Howard Hawks, Frank Capra o Ernst Lubitsch, pero nada de este maestro de la comedia de tan espumoso apellido).

El camino estaba trazado, y desde el más férreo (y orgulloso) autodidactismo. Peligro inminente, que diría Harrison Ford: que el adiós a la edad de la inocencia y la paralela forja de un gusto cinematográfico personal no acabara desembocando, a la larga, en un atropello de ideas mal recibidas, prejuicios, criterios preconcebidos y apriorismos infundados, males endémicos muy extendidos en el ejercicio de la crítica de cine ayer, hoy y siempre. El hecho de que a menudo hablemos de placer culpable cuando confesamos nuestra querencia por una película o un tipo de cine que no están bien vistos en la esfera de la respetabilidad cultural demuestra que, en realidad, no hemos aprendido nada: ¿pedir perdón por reconocer que sentimos la misma devoción por Terror en el espacio (Mario Bava, 1965) que por Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)? Menuda estupidez, pardiez.

Con el refuerzo de revistas, algunos libros, las primeras enciclopedias (¡La Buru Lan, mi biblia!) y otros estímulos (los cine-clubs, a los que confieso haber prestado poca atención), el cine en toda su amplitud penetró en nuestras venas y por ellas circula vivo y sanguíneo los siete días de la semana, los doce meses del año, los cien años de cada siglo. Entonces no, pero hoy se puede estudiar cine en numerosas escuelas y universidades, algunas de enorme solvencia. Lo que ya es imposible enseñar en las aulas es ese tejido emocional que nos vistió, como un traje de primera comunión, en épocas de precariedad pedagógica pero exultante vitalidad compartida en sesiones de pasión incendiaria y conductas muchas veces beligerantes. Cineasta y cinéfilo de sangre pura, José Luis Guerin me confesaba en un enriquecedor (para mí) intercambio de correos electrónicos: “Siento un abismo entre quienes descubrimos el cine en las salas y quienes lo hicieron en la universidad”. Y reafirmaba este sentimiento en otro correo posterior: “Hay mucho más sentido del cine en un pequeño western de los cincuenta (Marshall, Sherman, Fregonese…) que en las películas y textos con tufillo a tesina universitaria tan acostumbrados ahora”.

Y es que acceder directamente al cine con Tsai Ming-liang, Albert Serra o Kelly Reichardt, sin haber pasado antes por (y soñado con) Godzilla, Eddie Constantine, Maciste, Harryhausen, las películas de vaqueros de serie B o las hazañas de agentes secretos, se me antoja un acto contra naturam, qué le vamos a hacer. Dicho de otro modo: hay mil mejores maneras de perder la virginidad que con una película de Pedro Costa. Y de otro modo todavía: tengo para mí que la verdadera pureza del cine se desvaneció el día que descubrimos (adiós, Reyes Magos) que no se decía “directed bi”, sino “directed bai”.