Hay, en el tramo final de la película, un plano magistral en plena naturaleza, en una selva virgen, que podría ser una imagen de Spielberg (pongamos un dinosaurio asomando el morro por el lado izquierdo del encuadre o una nave extraterrestre que huye de nuestro planeta hacia la derecha) convenientemente reformulada por David Lynch. Es un plano aturdidoramente hermoso en el que juega un papel primordial el sonido (o, mejor, el silencio y el sonido). Y es un plano, en sí mismo, que de inmediato hipnotizaría al espectador si no fuera porque el espectador lleva ya dos horas hipnotizado, concretamente desde el primer plano de la película, una toma de una habitación oscura en silencio sepulcral durante un buen rato hasta que irrumpe, estalla un sonido breve, seco, ensordecedor, como una no identificable explosión o una gigantesca bola de acero golpeando nuestro cerebro. Ya el sonido (y el silencio) dando cuenta de su importancia capital desde el primer momento. Poco después contemplamos una escena que parece remitir, u homenajear, a Holy Motors (2012): en un aparcamiento al aire libre y sin presencia humana, se dispara la alarma de un coche y se encienden los intermitentes, luego lo mismo en otro auto y en un tercero y en un cuarto, etc., hasta que parece que los vehículos están dialogando o se confiesan. Más tarde, otro plano quieto, sereno, largo, fijo, donde un técnico de sonido, en su estudio, intenta hallar el sonido exacto que antes habíamos oído junto a la mujer que, en aquella habitación oscura, lo había oído y lo sigue oyendo, puntualmente, a lo largo de su día a día.
Esa mujer, ese sonido que también a nosotros nos invade e inquieta. Interrogantes, enigmas que se plantean desde un estricto realismo que en cada instante lleva incorporado (lo percibimos) otra dimensión de lo real. La protagonista de los tímpanos sensibles viaja del ámbito urbano al rural y allí es cuando la película crece y crece todavía más, se expande y se diría que abarca el cosmos entero y la memoria del mundo. La mujer encuentra a un hombre en medio de la jungla colombiana, que limpia pescado con delicadeza, extrae historias de una piedra, muere un rato con los ojos abiertos y vuelve a vivir. Todo esto dura mucho, está pautado con ritmo parsimonioso, planos estáticos que desafían a la narración convencional y mantienen nuestras pupilas en estado de fascinación perenne. Llega entonces el plano del que hablamos al principio, sigue el silencio (la meditación) adueñándose de la obra, que es hermética, sí, y osada, también, pero de tono distendido y nada espeso, donde no falta la ironía o el humor: la escena del restaurante, el chiste a costa de Dalí… En conjunto, dos horas y cuarto de experiencia mental, visual y sensorial fuera de lo común.
Sí: esto es Memoria, la segunda mejor película del año después de Alcarràs. Como la de Carla Simón, Memoria nos reconcilia con el cine, con la belleza del mundo, con la vida.