Reconocimiento del cine catalán

Se entregaron los Gaudí en un ambiente alegre y festivo por su décimo aniversario y, a la vez, de inquietud e incertidumbre dada la actual crisis político-económica del audiovisual catalán. El alto nivel de calidad de las películas premiadas (las de Carla Simón, Agustí Villaronga, Carlos Marques-Marcet e Isabel Coixet) llena de orgullo al sector. Diez años atrás, cuando nació la Acadèmia, no eran pocos los que veían estos premios arrugando la nariz y el esófago, como una manifestación pomposa, de ombliguismo o chovinismo. Hoy, tal como está el patio, aparecen como un espacio necesario de resistencia política y reivindicación cultural. Además, si Hollywood tiene sus Oscar y España sus Goya, ¿por qué no íbamos a tener los catalanes nuestros propios galardones? Otro además: pese a configurar una geografía comparativamente pequeña, muy pequeña, y sujeta a unas instituciones sistemáticamente poco receptivas al hecho cinematográfico, Catalunya tiene y ha tenido su buen cine, rico y variado, esté hablado en catalán, castellano, inglés o tailandés. Un breve repaso a su historia puede iluminar al descreído.

Aquí también tuvimos a nuestros Lumière: el pionero Gelabert y, tras él o con él, los hermanos Ricardo y Ramón de Baños, Marro, Gual, el mismísimo Segundo de Chomón… El cinematógrafo funcionaba a pleno rendimiento en los orígenes. Cuando estalló la guerra civil, las cámaras se pusieron al servicio del compromiso en, por ejemplo, los noticiarios fundamentales de Laya Films. Ya dos años antes del conflicto bélico, un inquieto señor de Valls, Tarragona, dio sus primeros pasos y siguió andando, andando y andando sin desfallecer hasta mediados de los años ochenta: el director, productor, guionista y descubridor de talentos Ignacio F. Iquino, figura capital, gigantesca, comparable a la de Corman en el cine americano, en el engranaje de la industria del país, y cineasta todoterreno de hocico infalible a la hora de dar al público, en cada época, lo que dicha época anhelaba consumir. Paralelamente emergió en los años treinta, y se prolongó unas cuatro décadas, una fértil corriente de cine amateur, auténtico manifiesto de una palpable sed de libertad: Delmir de Caralt, Baca y Garriga… En los cincuenta y primeros sesenta, brilló a elevadísima altura, en Barcelona, un cine policíaco forjado a la americana, de perfecta ejecución artesanal, con perlas de Julio Coll, Forn, Salvador, Rovira-Beleta, Pérez-Dolz, Iglesias y, primus inter pares, el gran Isasi. Hubo también, en aquellos días de posguerra, satélites irrepetibles: el Parsifal (1951) de Mangrané y Serrano de Osma o la magistral Vida en sombras (1948) de Llobet-Gràcia. En los sesenta, los cines de barrio enriquecieron sus programas dobles con los, por así llamarlos, escudella westerns facturados en los Estudios Balcázar de Esplugues City, mientras la élite intelectual se cocinaba su propia nouvelle vague: la Escuela de Barcelona. Nombres de relieve se pusieron en marcha por aquellas fechas: Aranda, Nunes, Esteva, Jordà, Gonzalo Suárez, Grau, Camino, el incombustible Portabella. Incluso vio la luz un star system femenino rotundamente moderno: Teresa Gimpera (nuestra Catherine Deneuve) o Serena Vergano (nuestra Françoise Fabian).

Llegamos a la Transición, que trajo de todo, del revisionismo histórico pletórico de grandeur (el irremplazable Ribas) a la comedia costumbrista con generacional aroma de porro (Bellmunt). Por esas calendas desembarcó el más conspicuo de todos, Pons, inasequible al desaliento, ejemplar único de constancia, perseverancia. El cine underground también se dejó oír, o mejor ver: Garay, Padrós. Con su segundo largometraje, Bilbao (1978), Bigas Luna puso una pica en Flandes. Betriu, Herralde, Benpar, Cadena… Años de un nuevo despegue y mucha vitalidad. Siguieron cristalizando autores de peso: Villaronga, Chavarrías, Huerga, Gormezano… Al siglo XXI entramos con una industria ya musculosa que, en el caso del productor Julio Fernández, aspira al mercado internacional confeccionando con éxito cine de terror mainstream; en este negociado sobresalen los clásicos de Balagueró y Plaza. El llamado documental de creación alcanza la excelencia con Jordà, Guerin y sus numerosos discípulos. Abundan las cineastas, un pelotón que encabeza Coixet y llega a Simón pasando por Colell, Vergés, Ripoll, Balletbó y Mar Coll, entre otras. Algunos productores se atreven a financiar o coproducir títulos de directores extranjeros ilustres: Miñarro (Weerasethakul y Oliveira), Paco Poch (los hermanos Larrieu) o Roures (Allen). Con el icónico, alfredolandesco Tadeo Jones, el cine de animación catalán puede tutearse con los mejores estudios mundiales del género. Y, al tiempo que jóvenes realizadores catalanes conquistan Hollywood a lo grande, como Bayona o Collet-Serra, otros exploran nuevos horizontes creativos conformando una estimulante, apasionante edad de oro del cine de autor autóctono: Recha, Lacuesta, Serra, Cesc Gay, Rosales… Como decíamos, un panorama rico y variado, que bien se merece unos Gaudí. Desde aquí, mucha suerte al gremio y, como diría Berasategui, ¡garrote!