Pauline à la page

Es muy interesante e instructivo el documental emitido en TCM Pauline Kael: El arte de la crítica (2018), producido, dirigido, escrito, fotografiado y montado por Rob Garver. Ágil, profusamente ilustrado con enorme cantidad de fragmentos de películas, entrevistas y material de archivo, repasa en profundidad la vida y obra de la famosísima crítica de cine, que tuvo la suerte de estar en el sitio y el momento adecuados para su oficio: The New Yorker, desde 1967 hasta 1991. En 1967, la crítica, sobre todo en medios de tan amplia difusión como el semanario neoyorquino, tenía una gran influencia en el devenir taquillero de una película. En aquellos días, Kael fue la gran rival, al tiempo que la contracara, de otro destacado articulista cinematográfico, Andrew Sarris. Autor del célebre The American Cinema. Directors and directions 1929-1968, Sarris fue el embajador en América de la politique des auteurs acuñada por los franceses y confeccionó un controvertido canon que dividía a los cineastas americanos (o europeos exiliados) en varias categorías, del podio de los dioses (Griffith, Ford, Keaton, Welles y así hasta catorce) a los realizadores sobrevalorados, en cuya lista incluyó nombres de mucho prestigio. Kael, en cambio, de talante populista, carecía de una base teórica, pero era una escritora excelente, perspicaz y culta y seducía al embelesado lector. Sus criterios y su frecuente causticidad sembraron tantas adhesiones como odios viscerales. De hecho, ya antes de que The New Yorker la fichara, había denostado nada menos que Candilejas (1952). Y fue muy polémico su librito sobre Ciudadano Kane (1941), publicado en 1971, en el que relativizaba el talento de Orson Welles ensalzando al guionista Herman J. Mankiewicz, según ella el verdadero artífice de la película.

Su defensa apasionada de Bonnie & Clyde (1967) la puso en primera línea de la prensa estadounidense. Años más tarde reivindicó con entusiasmo Malas calles (1973) y encarriló la carrera posterior de Scorsese. Pero fue dura, agresiva, aviesamente cruel con títulos de valor como 2001: Una odisea del espacio (1968), Shoah (1985) o Blade Runner (1982). Se pasaba tres pueblos de malignidad en el arte de despreciar a quien consideraba un mediocre, incluso públicamente: en unas imágenes de archivo, David Lean recuerda cómo le disparó veneno a la cara, le dejó noqueado y hasta se planteó dejar de hacer cine. Otros damnificados confesos: Jerry Lewis y Norman Mailer. De ella vemos varios fragmentos de entrevistas televisivas, donde justifica su ideario, y lo cierto es que ninguna frase acaba convenciendo mucho. Leyéndola, la cosa era diferente, sus argumentos estaban más elaborados, más razonados. Tarantino, cómo no, es uno de sus admiradores, y en el documental de Garver recuerda una frase de la reseña de Kael (favorable: Godard le despertaba mucha simpatía) de Bande à part (1964) en la que decía algo así: “Es como si un grupo de franceses locos por el cine hubiera tomado una novela policíaca americana barata y hubiera traducido la poesía que leían entre líneas”. Tarantino sostiene que desde ese momento tuvo claro que eso era exactamente lo que él quería hacer (recordemos que su productora lleva el nombre de Band Apart).

En el año 2000, uno antes de fallecer, alguien le pregunta a Kael cuál ha sido la película de su vida. Sorprendente respuesta: Ménilmontant, un mediometraje silente francés de 1926, de espíritu vanguardista, dirigido por Dimitri Kirsanoff. Échenle un vistazo, que está en YouToube en buena copia y es una auténtica joya.