EL CINE, AYER. Capítulo 3: “Aquí hemos llegado”

Cines de barrio de programa doble y sesión continua. Concurridísimos los fines de semana. “Agotadas las localidades” era un aviso habitual, un letrerito colocado en un lugar visible de la taquilla que te obligaba a permanecer en la cola hasta que progresivamente la sala fuera vaciándose y admitiera nuevos espectadores. Si había localidades, se podía entrar en ella en cualquier momento de la jornada: al principio de la primera sesión, a mitad de la misma, a mitad de la segunda… Esto quiere decir que era absolutamente normal, y para nada una anomalía, entrar en la sala en plena proyección de una de las dos películas programadas, pongamos la A. Como era sesión continua, tras degustar entera la B, veías ahora desde el principio la A (una parte de la A que, en un tiempo en que no abundaban tanto como ahora, vendría a ejercer en esa coyuntura la función de flashback) y, al reconocer la escena ya vista al entrar, soltabas la frase de rigor a tu acompañante (o acompañantes), si no se había adelantado él (o ellos): “Aquí hemos llegado”. Entonces se decidía si abandonar la sala ya, continuar un rato más, hasta una escena concreta, o quedarnos hasta el final otra vez. Podía darse el caso de que fuera la película B la que más nos había agradado y decidiéramos repetirla entera una segunda vez. Vamos, que por el precio de una sola entrada, si entrabas al inicio de la primera sesión podías ver más de una vez cada una de las dos películas: de las cuatro de la tarde, o un poco antes, a las doce y pico de la noche. Más todavía: al aficionado hooligan, una programa doble que le había gustado sobremanera podía repetirlo las semanas siguientes en otros cines, pues había un circuito de exhibición fijo, donde el programa de un grupo de salas pasaba a los siete días a otro grupo de salas y, al cabo de otros siete, a un tercero; it est, un espectador barcelonés podía ver La banda de los Grissom (Robert Aldrich, 1971) y Españolas en París (Roberto Bodegas, 1971) cualquier día de la semana de su exhibición en el Rívoli del barrio de las Navas, a la siguiente en el Victoria del barrio de Sant Andreu y a la tercera en el Venecia del barrio de Horta.

Cuesta comprender en la actualidad una costumbre (habrá quien sostenga que una aberración, una abyección) como era la de entrar en la sala con la película ya comenzada, o a la mitad, o al final. La palabra spoiler, claro está, aún no formaba parte de nuestro vocabulario. Y nos la traía al pairo que la película fuera un whodunit y nos enterásemos no más sentarnos en la butaca de quién era el asesino. Imagínense entrar en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) a la hora exacta de proyección, más o menos cuando Scottie (James Stewart) encuentra a Judy (Kim Novak), el facsímil de la fallecida Madeleine (Kim Novak), y empieza su enfermiza deriva. Imposible entender nada si no te la había explicado ya alguien, algo factible entonces: a menudo ibas a ver una película que un amigo del colegio te había contado de cabo a rabo. Y no pasaba nada. Sin ser especialistas en la materia ni mucho menos teóricos, al parecer ya sabíamos, sin saber que lo sabíamos, que lo que importa del cine son las imágenes, no el argumento.

Muchos años antes de que pisáramos por vez primera el suelo de un cine, los surrealistas franceses (André Breton y sus acólitos) ya practicaban, allá por los años veinte, este método, de manera intencionada y programática: más que un ritual, una liturgia. La idea era entrar en un cine a media proyección, ver un fragmento de película, salir del cine y entrar en otro cine a ver otro fragmento de otra película. El objetivo: liberar al séptimo arte de la esclavitud narrativa, dejarse llevar por las imágenes en sí mismas y las sensaciones que provocan, desvinculadas del argumento, en tanto que experiencia sensorial, libre y poética. La pura abstracción.

Esta costumbre ya años ha extinta de nuestra cotidianidad fílmica la razonaba con precisión Xavier Pérez, profesor de Narrativa Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra, al evocar el día de fiesta navideña de su infancia en el que fue a ver con su familia Los aristogatos (Wolfgang Reitherman, 1970) y Río Bravo (Howard Hawks, 1959) y entraron en el momento de la segunda en que Dean Martin, el alcoholizado ayudante del sheriff, se introducía en el saloon persiguiendo a un malhechor herido, una escena de gran intensidad dramática y crucial suspense, coronada por el plano delator de las gotas de sangre (del malhechor herido y escondido en un altillo) cayendo en una jarra de cerveza: “Pienso que mi providencial bautismo de sangre en el saloon quiso enseñarme una verdad que la práctica no poco subversiva de la sesión continua mantenía implícita: que la imagen cinematográfica va siempre por delante de la historia, y que cada secuencia de un gran filme contiene en su interior todas las otras. He llegado a escribir una tesis doctoral centrada en la creación ortodoxa de las expectativas y en los procedimientos ordenadores del relato para ir capturando la atención secuencia tras secuencia. La embriaguez de la sangre en la cerveza que saboreé aquella tarde en Río Bravo contradice tanta precisión teórica: el cine, el verdadero cine, asoma entre los planos sin que el goce supremo del espectador necesite la comprensión lineal del argumento”.