Walter Hill, director de cine

Steve McQueen, delincuente, persigue a otro delincuente, portador de una maleta valiosa, por los vagones de un tren; en uno de ellos, una anciana le pide auxilio: que le ayude a colocar su pesada maleta en la parte superior de los asientos, cosa que McQueen hace de manera brusca, expeditiva, con muy mala leche. Bruce Dern, policía, persigue a un delincuente, portador de una maleta valiosa, por los vagones de un tren; en uno de ellos, ayuda a una mujer, de manera brusca, expeditiva, con muy mala leche, a colocar su pesada maleta en la parte superior de los asientos. La similitud entre estas dos escenas gemelas de, respectivamente, La huida (1972) y Driver (1978), dos perlas del cine policíaco de los benditos setenta, podría ser fruto de la casualidad pero posiblemente no lo es si tenemos en cuenta que Walter Hill, director de la segunda, es el guionista de la primera, dirigida por Sam Peckinpah. Más allá de esta coincidencia, ambas películas están hermanadas por el talante bronco de sus autores, maestros de un cine de acción seco, violento, franco, heredero natural del clasicismo de Raoul Walsh. Hay otros detalles, tan sencillos como admirables, de esos que hicieron la gloria del gran cine americano de género, en estas dos películas. En La huida, McQueen amonesta a Ali McGraw  por rascarse con las uñas una pierna: están en un vertedero, recién expulsados del camión de basura en el que huían, y la chica podría infectarse si se hace sangre en la pierna, insólita manifestación de ternura en un filme donde precisamente la sangre brota a raudales. En Driver, un matón ejecuta a sangre fría a una confidente, tumbada en la cama, disparándole a la cabeza previamente cubierta con una almohada, de la que vuelan plumas que el asesino se sacude del vestido como si de inmediato tuviera que acudir a una cita amorosa.

La verdad es que se echan de menos películas tan excitantes y bien acabadas. Y tan desprovistas además de pretensiones artísticas. Peckinpah hizo mutis a principios de la década siguiente. Hill, que había debutado con la excelente El luchador (1975), siguió brillando a gran altura en títulos de enjundia como The Warriors (1979), Límite: 48 horas (1982) o Calles de fuego (1984), pero fue perdiendo músculo con los años aunque no interés: Gerónimo (1993) o El último hombre (1996) eran películas potables y, en fecha más reciente, la modesta Una bala en la cabeza (2012) nos devolvía algo del fulgor estilista y sintético de sus días de esplendor. Su última película, The Assignment (2016), inédita en nuestras pantallas pese a la presencia estelar de Sigourney Weaver y Michelle Rodriguez, y que ahora  corre por Movistar bajo el título de Dulce venganza, merece la atención. Es una película de estructura algo descoyuntada y argumento insensato, pero contiene un par de sorpresas. La primera es constatar, a la media hora de proyección, que estamos ante un remake inconfeso de La piel que habito (2011). Otra, en fin, es la recuperación del pulso febril, dinámico del cineasta en escenas de acción puramente físicas (los cinco ajustes de cuenta consecutivos de Rodriguez, filmados con la rauda velocidad de un Fuller) y el mismo gusto todavía de Driver en el retrato de la nocturnidad urbana, las calles húmedas, los neones, los hoteles mugrientos y apestosos, etc. Este bloguero, de ser millonario y mecenas, le financiaría a Walter Hill, ya mismo, la adaptación no de una novela, no de una obra de teatro, no de un cómic. No: le financiaría algo tan insólito como la adaptación de una pintura señera del siglo XX: Nighthawks. Viendo detenidamente el lienzo de Edward Hopper, no cuesta mucho ver lo mejor del cine de Hill.