EL CINE, AYER. Capítulo 5: La gran evasión

“Yo nací -¡respetadme!- con el cine”, clamaba, declamaba Rafael Alberti en Cal y canto. Parafraseo: Yo nací -¡respetadme!- en la década del cinemascope, el cine tridimensional, el cinerama, el Todd-AO; es decir, los años cincuenta. En aquellos años cincuenta, todos estos avances en tecnología cinematográfica que agigantaban el espectáculo obedecían a un propósito firme: vencer al gran rival de la pantalla grande, que no era otro que la pequeña, la televisión, que ya empezaba a secuestrar espectadores de las salas de cine sirviéndoles entretenimientos de diversa índole sin moverse del sofá. Esto, entiéndase, sucedía en Estados Unidos, porque en España la televisión no llegó hasta 1956, y aún habrían de transcurrir unos diez años para que todos los hogares pudieran permitirse el lujo de tener una, los mismos que tardó el ente público en crear su segundo canal, al que llamábamos UHF y que empezó a emitir en 1966.

Hasta que no dispusimos de la luego despectivamente conocida por caja tonta, el cine era el único medio de expresión audiovisual. Por eso salíamos tanto a pillar cualquier cine del barrio que no estuviera lleno, echasen lo que echasen (otra despreocupación parecida a la de entrar en la sala a media proyección). En casa, los consuelos, por otra parte no exentos de emociones, eran los tebeos, el coleccionismo de cine (álbumes de cromos de actores o de películas famosas y programas de mano: tesoros) y de manera muy importante la radio: la melodía del consultorio de Elena Francis, que escuchaba por las tardes mi madre mientras yo me merendaba una llesca de pa amb oli i sucre, todavía permanece adherida a mis tímpanos, al igual que los seriales radiofónicos de intriga detectivesca Taxi Key (una cortesía del polifacético Luis G. de Blain, que, por cierto, fue el creador del popular consultorio de Mr. Belvedere de la revista Fotogramas) en Radio Barcelona y En busca del culpable (guionizado por Jorge Carranza Gesa) en Radio España de Barcelona o el cómico Matilde, Perico y Periquín (creación de Eduardo Vázquez) en la Cadena SER. Cuando, más tarde o más temprano, el televisor, coronado con sus cuernos de ciervo, tomó plaza en el comedor, pudimos comprobar de primera mano que el artefacto (diabólico) era, efectivamente, un serio contrincante del cinematógrafo: series como Caravana, El fugitivo, Los intocables, Hong Kong, El prisionero, El Santo, Arresto y juicio, Los vengadores (primer objeto del deseo registrado en el cuerpo: Diana Rigg), Viaje al fondo del mar, Agente secreto, El túnel del tiempo, El agente de C.I.P.O.L., Daktari, Perdidos en el espacio, El hombre del maletín, Jim West, Aventuras en Alaska, Los invencibles del Némesis, Misión: Imposible o El hombre que nunca existió encendieron en nosotros, entre otras muchas, una pasión inédita que nos ató de inmediato al sofá, fueron todas ellas citas semanales inexcusables.

Volvamos al cine. Más que la mía, que ya circuló por la España del eufórico desarrollismo (la España del biscuter y el 600, la España de Fraga Iribarne), fueron las generaciones inmediatamente precedentes las que con mayor intensidad vivieron el cine como refugio o paraíso que les prometía sueños maravillosos y evasión de la realidad asfixiante, gris y desasosegadora de los años más duros del franquismo y la posguerra, del oscurantismo insoportable: arte balsámico, terapéutico, el cine siempre “vela por nosotros”, como el Ditirambo de Gonzalo Suárez. Pere Gimferrer, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Terenci Moix, Maruja Torres o Vicente Molina Fox, entre otros, son escritores cuya formación pasa por las muchas horas provechosas consumidas en las salas oscuras, que quedarían reflejadas en su obra literaria. Es obvio que, por aquellas calendas, el cine enseñaba más que las aulas: “Todos salíamos del colegio sin haber aprendido nada”, escribía Eduardo Mendoza rememorando aquel tiempo ido en un artículo sobre el influjo del cine en la obra y la vida de Marsé. Y no únicamente desde la pantalla: la fila de los mancos, expresión ya totalmente en desuso, daba fe de otros anhelos, otros deseos, más carnales, propios de la fiebre puberal; el cine como educación sentimental en un sentido amplísimo. El cine, según Maruja Torres, fue “nuestro segundo hogar”. Para Román Gubern, “era una ventana abierta y nos introducíamos en ella para vivir un tiempo en el Bagdad de Maria Montez… Era un poco dejar volar la imaginación y huir de ese mundo poblado por curas, por falangistas, por mutilados que pedían limosna por las calles de Barcelona”.

El cine era, entonces mucho más que ahora, esperanto visual o lingua franca; un arte concienzudamente concebido para acoger a todas las capas de la sociedad, por muy analfabetas que fueran; lo era mi abuela materna, que se recorría tres cines del barrio del Clot (el Martinense, el Meridiana y el Ducal) cada semana y, sin saber ni leer ni escribir, se hacía entender: el medalles (medallas) era Victor McLaglen; el lleganyes (legañas), Dean Martin; el geperut (jorobado), Henry Fonda, y si decía que había visto una película en la que salía Miquel Ranei sabíamos que hablaba de Mickey Rooney. ¡Bendito cine popular!