EL CINE, AYER. Capítulo 4: Entremeses variados

Era inexcusable: al acomodador (el pilas le llamábamos mis amigos y yo, en alusión a su herramienta de trabajo: la linterna) le dábamos unas pesetas de propina y el cine nos lo agradecía dándonos propinas en especies, esto es: en imágenes variadas. Como todavía es costumbre hoy, se exhibían los tráilers de las películas que veríamos próximamente. Y anuncios publicitarios bajo el cobijo de la empresa Movierecord, cuya sintonía permanece arraigada en nuestro baúl de los recuerdos; legendario es el spot de una marca de cigarrillos rubios americanos, cuando todavía el tabaquismo no estaba bajo el yugo inquisitorial, protagonizado por un cowboy e idóneamente musicalizado con la partitura que Elmer Bernstein compuso para Los siete magníficos (John Sturges, 1960). En los cines de barrio, la publicidad también hacía acto de presencia en diapositivas que anunciaban comercios de la zona (de un restaurante a una tienda de electrodomésticos), y nunca faltaba la que recordaba que el local disponía de servicio de bar.

De programación obligatoria y visión ineludible era el NO-DO (Noticiarios y Documentales Cinematográficos), creado a finales de 1942 por la Vicesecretaría de Educación Popular y que estuvo en circulación en todas las salas españolas hasta principios de los años ochenta, si bien en agosto de 1975, tres meses antes del fallecimiento de Franco, una orden del Ministerio de Información y Turismo daba por cancelada la obligatoriedad de proyectarlo. Este noticiario cinematográfico, compuesto por varios reportajes (a partir de 1968, uno de ellos, el último si no recuerdo mal, sería en color), trataba de dar visibilidad al régimen franquista: como buen dictador, el autoproclamado Generalísimo sabía que el cine es un excelente vehículo de propaganda y lavado de cocos frágiles. Aunque también incluía información internacional (“El mundo entero al alcance de todos los españoles” era su lema), su mirada se centraba básicamente en temas nacionales muy específicos: flamenco y gran surtido de bailes regionales, las virtudes de la Sección Femenina y de la Operación Plus Ultra, procesiones y todo tipo de actos religiosos, avances prodigiosos (¡el Talgo!, ¡el turismo!…), tauromaquia y mucho desfile de la Victoria con el brazo derecho alzado. La megalómana presencia del caudillo en el NO-DO (inaugurando pantanos con ademanes de faraón, cazando y pescando en horas de ocio, recibiendo a Eva Perón o a Eisenhower, etc.) era tan abusiva que corrió un chiste muy atinado sobre el improbable encuentro entre Franco y la actriz Rita Hayworth: Franco: “¡Ah! Usted es la protagonista de Gilda [Charles Vidor, 1946]”; Rita: “Yo a usted también lo conozco: es el protagonista del NO-DO”. Era el peaje, el impuesto revolucionario fascista, que debíamos pagar si queríamos ver cine. Hoy sus imágenes, desvinculadas ya de su adoctrinamiento ideológico y debidamente contextualizadas, son testimonios valiosísimos de nuestra memoria histórica; salvaguardadas por la Filmoteca Española, numerosos documentales y programas de televisión se nutren de ellas.

Ajustar horarios debía ser un pequeño quebradero de cabeza para los responsables de la programación, ya que no es lo mismo un programa compuesto por dos largometrajes que no alcanzan la duración estándar (entonces) de 90 minutos que por otros dos que la superan con creces. Así, una de las películas se proyectaría tres veces a lo largo de cada jornada y la otra (que se conocía como el complemento) únicamente dos (o una en casos anacóndicos). Con todo, había todavía tiempo, muchas veces, para incluir, además del prescrito NO-DO, un cortometraje: tengo muy grato recuerdo de algún cartoon de Tom y Jerry, de cortos ya sonoros de Stan Laurel y Oliver Hardy y cortos de Charles Chaplin o Larry Semon originalmente mudos pero, para la ocasión, comentados en la banda sonora, con humor dislocado y una sarta de ripios delirantes, por el ínclito Francisco Ramos de Castro, comediógrafo y periodista madrileño dedicado a estos menesteres cinematográficos entre los años cincuenta y los sesenta.

Existieron también los cines de variedades, que naturalmente habían de disponer, como los teatros, de un escenario en el que actuarían artistas de diverso pelaje en los intermedios. Imborrable permanece en mi memoria la tarde de un sábado en que me llevaron a ver Qué noche la de aquel día (Richard Lester, 1964) al cine Versalles y, antes de la película, compareció un conjunto ye-yé local, algo idóneo como aperitivo de la comedia de los Beatles. El primer concierto pop de mi vida. No he sabido dar con el nombre de la formación. ¿Serían tal vez Los Sírex? ¿Los Mustang? No se descarta que fuera un grupo ya ampliamente conocido, ya que, según cuenta Joan Munsó Cabús en su imprescindible libro Els cinemes de Barcelona, el Versalles, en tanto que cine de variedades, había acogido actuaciones de celebridades de la talla de Antonio Machín, Antonio Amaya, Estrellita Castro o El Príncipe Gitano.