La pureza

En una escena de Alcarràs, dos miembros de la familia protagonista recogen higos de la higuera, intercambian cariño de manera suave y natural. Muchos años antes, en The Southerner (1945), de Jean Renoir, una abuela y su nieta cogían y comían uvas de una viña encontrada en el camino. Estas dos escenas forman parte de los privilegiados momentos del cine en los que el espectador siente el deseo urgente de cruzar la pantalla, estar con los personajes, compartir sus charlas, probar esos frutos del árbol o la cepa que se adivinan deliciosos. Solo por esta razón, Alcarràs ya es un milagro. Pero lo es también por otras muchas razones. Su pureza cinematográfica, por ejemplo, no es precisamente el pan nuestro de cada viernes; es una excepción que se da, nunca mejor dicho, de higos (o uvas) a brevas. Un remoto rincón rural del Segrià se desplaza a Berlín, enamora a Shyamalan y conquista el mundo: otro milagro.

Alcarràs contiene una trama, concerniente a una familia de campesinos que vive del melocotón y atraviesa un momento complicado (la inminente pérdida de sus tierras, cuya propiedad no pueden demostrar administrativamente: antes contaba más la palabra dada que la firma de un contrato), pero lo que interesa de la historia es la descripción de un ambiente, de un tiempo concreto (el presente, sutilmente contrastado con el pasado y aventurando un futuro posible: ¿del negocio de la fruta al de las placas solares?) y de un núcleo familiar formado por niños, adolescentes, padres, tíos, abuelos. Carla Simón retrata óptimamente (y de manera objetiva y democrática, sin privilegiar a un personaje por encima de los otros y adjudicando el mismo tono sereno y ecuánime a todas las situaciones, las alegres y las menos alegres) a la gente del campo, pero también a todo cuanto la rodea, pues en Alcarràs cuentan tanto como las personas los árboles y sus frutos, la tierra, el agua, los tractores, los caracoles (magistral secuencia la de la festiva comida familiar, de un realismo delicado, incomparable), los porros y los porrones, el viento, la noche, la luz del sol, los conejos… La protagonista de Alcarràs es, lisa y llanamente, la vida, en toda su amplitud, reflejada por una cámara que, pudorosa, parece no intervenir en la ficción, se hace invisible o se funde en el paisaje y lo acaricia. Una incontestable veracidad inunda cada instante y una gigantesca emoción nos invade y enriquece.

En una reseña de Ginger y Fred (1985), Serge Daney decía que “el cine es también un arte de acompañar a todo el mundo a su casa”. Acompañar, hermoso verbo. Una frase, la de Daney, adecuada al segundo largometraje de Simón: Alcarràs, desde ahora mismo, nos acompaña a casa y allí donde vayamos, como nos acompañan, en cada paseo del día, en cada minuto del día y la noche y entre otras doscientas, trescientas más, El hombre tranquilo (1952), Sólo los ángeles tienen alas (1939), Mon oncle (1958)… Las llevamos dentro siempre. O nos llevan dentro.

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