Tarantino, Fincher, Wilder, Minnelli…

Las últimas películas de Quentin Tarantino y David Fincher son dos subyugantes miradas a los intestinos del viejo Hollywood, más viejo el del segundo (años treinta) que el del primero (últimos sesenta). Son, claro está, dos miradas distintas. Tarantino, en Érase una vez en… Hollywood, opta por el placer cinéfago, por lo caliente, por las digresiones: se derrite contemplando a Sharon Tate contemplándose derretida a sí misma, toma a Bruce Lee y lo transforma en un bufón, sabotea hechos verídicos como en Malditos bastardos (2009), etc. Fincher, en Mank, se aproxima a la figura de Herman J. Mankiewicz con un estilo frío, implacable y antisentimental (aunque hay excepcionalmente brotes de ternura y calor humano en la relación entre el protagonista y Marion Davies en dos soberbias secuencias: la del paseo por el edénico jardín de William Randolph Hearst y la del picnic), de una elegancia estética y precisión técnica blanquinegras únicamente comparables a Roma (2018), de Alfonso Cuarón. Mank es, en la filmografía de Fincher, el perfecto complemento de La red social (2010). Dos biopics con guiones de hierro y diálogos de acero, de Aaron Sorkin el concerniente a Mark Zuckenberg y el otro del propio padre del cineasta, Jack Fincher, fallecido en 2003. Y dos biopics que nada tienen que ver con el biopic condescendiente, convencional y canónico al uso, como, sin ir más lejos, ese bodrio de Madame Curie estrenado este pasado viernes.

Cuando la mirada, fría o caliente, es tan personal y creativa como las de Fincher y Tarantino, contemplar sus películas proporciona orgasmos al amante del cine. Ambos coinciden en un aspecto: dan por sabidos mil datos y mil cuestiones que solamente pillarán los entendidos, los enciclopedistas: ¿cazará el espectador de a pie, en Mank, que la referencia fugaz a un tal Charlie alude a Chaplin? ¿Cazará alguien a Eddie Cantor? Es más: ¿cuántos saben hoy quién fue Eddie Cantor? ¿O Josef von Sternberg, que se pasea por un plano general con una frase de extra? Por no hablar de los guionistas, porque Mank es una oda al guionista: asoman la nariz Charles Lederer, George S. Kaufman, Charles MacArthur, Sid Perelman y Ben Hecht. Un rico y estimulante juego para cinéfilos recalcitrantes.

Fincher y Tarantino, además, mediante recursos de estilización sobresalientes han sabido aportar belleza y complejidad allí donde por razones obvias no podían acceder: la realidad inmediata. Los historiadores sostienen que para narrar con objetividad los hechos hace falta la perspectiva. Que transcurran prudentemente unos años, unas décadas. Esto no es aplicable al cine, que es ya un documento histórico fehaciente desde el mismo momento en que una cámara toma unas imágenes que se suponen coetáneas a la filmación. Pero el Hollywood que retratan tan magníficamente Tarantino y Fincher es necesariamente retro y, por lo tanto, falso, a diferencia del que retrataron, en presente, George Cukor en Hollywood al desnudo (1932), Mark Sandrich en The Talk of Hollywood (1929), Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (1950) o Vincente Minnelli en Cautivos del mal (1952) y Dos semanas en otra ciudad (1962). En la película de Wilder no hacía falta añadir ni restar nada en los decorados e instalaciones de la Paramount que aparecían en varios momentos; todo era real y auténtico, en pleno funcionamiento, incluso el plató en el que comparecía Cecil B. De Mille, en realidad el plató donde en aquel momento rodaba Sansón y Dalila (1949). Eso tenía un aire de reportaje en directo fascinante, irrepetible.