De Funès: ¿de funesto a maestro?

Cuando el bloguero era un crío, en los cines de su barrio y alrededores, no menos de veinte, disfrutaba como loco, convenientemente provisto de cacahuetes, altramuces (ya no los hay tan deliciosos y salados como entonces) y pega dolça, con las comedias de Cantinflas, las de Jerry Lewis y las de Louis de Funès (y aún añadiría, aunque con un grado de gozo levemente menor, las de López Vázquez y Morales). Con el tiempo, la pasión por el cómico mexicano fue menguando sin llegar nunca a desaparecer, mientras la admiración por el estadounidense subía como la espuma hasta la perenne genuflexión. El francés fue el perjudicado: de la exaltación inicial a un hastío progresivo, a velocidad uniformemente acelerada, que no alcanzó el desprecio, pero casi. Hoy, unas veinte mil hojas arrancadas del calendario después, se impone una meditación ponderada y ecuánime que sitúe en su justo lugar el papel de Louis de Funès en la historia de la comedia y del cine. Pero antes de entrar en lo objetivo, un sentimiento subjetivo a modo de agradecimiento, algo así como “a mí que me quiten lo reído”: una infancia y una primera adolescencia sembradas de carcajadas sería estúpido menospreciarlas con una mirada adulta retrospectiva; gratitud, pues, por lo vivido, y mucho respeto al actor.

Ahora lo objetivo. De Funès llegó a saturar por exceso de excesos (superávit de tics, muecas, rabia, iras y cóleras incontroladas: el pato Donald en carne y hueso o, en su defecto, el Pájaro Carpintero, al que tan bien imitaba) y por exceso de gendarmes. 1964 fue el año de su primer gendarme, El gendarme de Saint-Tropez, y su año de gloria, pues también protagonizó Fantomas, títulos que lo catapultaron a la fama. Pero siguió encarnando al gendarme periódicamente hasta caer en títulos tan lamentables como El gendarme y los extraterrestres (1979); había entrado el cómico en una fase terminal que sólo admitía un disfrute relativo desde el prisma netamente psicotrónico: recuérdese su inenarrable dúo con un teletubbizado Jacques Villeret en Mi amigo el extraterrestre (1981). El público francés, sin embargo, nunca le dio la espalda: precisamente El gendarme y los extraterrestres, su penúltimo gendarme (el último, El loco, loco mundo del gendarme, sería a la vez su película final, en 1982), fue un exitazo de órdago, lo vieron 6.280.070 espectadores, casi dos millones más de los que esa misma temporada vieron Apocalypse Now (4.537.431). Nadie le tosía en la taquilla francesa, donde alcanzó siempre cifras estratosféricas: en la cosecha del 66, por ejemplo, Por un puñado de dólares vendió 4.383.331 entradas; Doctor Zhivago, 9.816.054, pero La gran juerga las superó con creces con sus 17.272.987. Estos datos numéricos nos los proporciona Monsieur De Funès, el documental que puede verse hasta el 25 de julio en el canal Arte. Es convencional hasta decir basta, un panegírico con bustos parlantes disparando frases ditirámbicas a mansalva, pero aporta información y ofrece una idea cabal de quién fue De Funès.

Su peculiar físico de cuerpo menudo y rostro aguilucho lo utilizó con astucia y de manera maleable. Con boina podía pasar perfectamente por pueblerino iletrado (así en la temprana Visto y no visto, del 58, donde en una escena chiflada, de la manera más natural del mundo, compartía protagonismo con un perro, un pájaro y un cerdo); vestido con traje de sastrería cara parecía un auténtico notario, más bien marrullero. Su talento, que nadie negará, tenía por supuesto sus límites. En Monsieur De Funès se quiere hacer una rima entre él y Chaplin, alternando breves fragmentos de Tiempos modernos (1936) y El hombre del Cadillac (1965) de parecido frenesí, pero, aunque la intención es la de igualar sus estaturas artísticas, la distancia es sideral. También se apunta, alegre, frívolamente, que el estilo interpretativo de De Funès se sitúa entre la commedia dell’arte y el Actors Studio. La clave es más simple, y en el documental la razona el historiador y realizador Jean-Baptiste Thoret: el talón de Aquiles de De Funés es la ausencia, en sus obras más populares, de un gran cineasta, o de un autor. Un Jean Girault sirve, pero no vale. Al francés le pasó lo mismo que al español Paco Martínez Soria: ambos fueron cómicos de raza sin apoyo. Si Totò tuvo a veces un Monicelli o un Pasolini detrás de la cámara, De Funès vivió siempre huérfano de genio en la realización. Nadie de enjundia hubo jamás que con su batuta dirigiera al hombre orquesta.