Genuino paisaje americano

John Ford falleció en 1973, cuando empezaba a gatear la fecunda filmografía de James Benning, que andaría ya erguida y con piernas robustas en 1977, fecha de producción de dos largometrajes notables, 11 x 14 y One Way Boogie Boogie. De alguna manera, la obra de Benning, si bien a extramuros del cine comercial o industrial, viene a perpetuar ciertas esencias de la de Ford, cuya inmensidad atraviesa la historia de América de punta a punta: el Viejo Oeste y aun la guerra de la Independencia, la primera gran guerra del siglo XX, la Gran Depresión, la segunda contienda, la posguerra, Corea y la política norteamericana desde el optimismo del Lincoln jovial hasta el desencanto y el crepúsculo del viejo candidato desplazado por la era moderna de la televisión; aunque a la pantalla llegó cuatro años antes, Jack Skeffington (Spencer Tracy) es, de hecho, Tom Doniphon (John Wayne) un siglo después. Desde su óptica personal, Benning ofrece en los dos documentales citados impresionantes retratos de la nación, observada por una cámara objetiva, sin subrayados verbales, sin cometarios en off: trenes, coches, carreteras, camiones, campos de trigo, enormes carteles publicitarios, zonas residenciales, gasolineras, neones, moteles, granjas, fábricas, autobuses, montañas, suburbios, desguaces, campos de béisbol o de golf… Todo expuesto con predilección por el espacio desnudo y una atemporalidad deliberada (que engarza con la América vieja y pura de Ford), a diferencia del François Reichenbach de L’Amérique insolite (1960), que recogía básicamente el pintoresquismo de las gentes y el espíritu de la vida moderna. En algunas de esas imágenes de 11 x 14 y One Way Boogie Boogie, brota, de manera nada forzada, una real y muy fordiana melancolía. Aunque acaso sea en Deseret (1995) donde la huella de Ford (Utah, tierra sagrada y eterna) es más profunda.

La obra de Benning fue adquiriendo progresivamente un carácter experimental entre lo gratuito y lo excitante. Alcanzó una cumbre en la trilogía que componen El Valley Centro (1999), Los (2001) y Sogobi (2002), centradas en la topografía californiana: la agricultura en la primera, la ciudad de Los Ángeles en la segunda y paisajes naturales en la tercera; la singularidad del proyecto es que se impuso planos (sistemáticamente fijos, como siempre) de dos minutos y medio de duración en cada una de las tres. Eso impide que, en la imagen de un tren de mercancías cruzando el plano (que será recurrente en su filmografía), podamos llegar a contar los vagones que arrastran sus locomotoras: es tan largo que no cabe en dos minutos y medio. En RR (2007), largometraje compuesto íntegramente por imágenes de trenes de mercancía, sí los podemos contar: a veces superan los cien (enormísimos) vagones; hay un plano extraordinario en esta película: vemos un kilométrico tren (110 vagones) pasando debajo de un puente y, al cabo de un rato, mientras todavía no ha acabado de cruzarlo, otro tren circulando por encima de dicho puente. ¿Otro tren? No: el mismo tren (los diferentes colores de las tres locomotoras lo delatan), que ha serpenteado como una culebra y del que vemos la cabeza por encima del puente cuando aún la cola no ha pasado por debajo de él (está claro que si te pilla uno de estos convoyes en un paso a nivel te da tiempo de leer Guerra y paz). La visión de estos trenes descomunales es siempre la metáfora de una nación social y económicamente próspera y avanzada.

Películas como 13 Lakes (2004), Ten Skies (2004) o Small Roads (2011) siguen patrones similares describiendo, respectivamente, largas tomas de lagos imponentes, nubes y cielo y carreteras secundarias casi sin presencia de vehículos; su belleza natural y su serenidad vienen acompañadas de un silencio perpetuo que sólo rompen el canto de los pájaros, el murmullo del viento o de la lluvia. Benning alcanza ahí la máxima expresión del cine paisajista contemplativo, un lenguaje del silencio tónico y leve, plácidamente teñido de espiritualidad. Más desafiantes y de dudoso recibo son obras como Twenty Cigarettes (2011), donde asistimos a lo largo de hora y media a veinte cuadros de personas de diversa edad, sexo y raza fumando, una a una hasta la última calada y por supuesto sin diálogo alguno, o Readers (2017), 108 minutos divididos en 25 planos fijos de gente leyendo. ¿Tomaduras de pelo? Probablemente, pero, como escribía Quintín, “Benning es quien descubrió que la esencia del cine es que siempre pasa algo en un plano”. Aunque sea una voluta de humo. Un tipo curioso este James Benning.