Rectas finales torcidas (a veces)

No todos los creadores de importancia en la historia del arte cinematográfico han tenido la suerte de decorar la etapa final de su trayectoria con obras maestras a la altura de su categoría y glorioso pasado. Lo consiguieron, entre otros, Dreyer, John Ford, Mizoguchi, Huston y Bresson: Gertrud (1964), El gran combate (1964) y Siete mujeres (1966), La emperatriz Yang Kwei Fei (1955) y La calle de la vergüenza (1956), Dublineses (1987), El dinero (1983). Pero los trabajos finales de Vittorio de Sica fueron más bien tristes: ¿Y cuándo llegará Andrés? (1972), Amargo despertar (1973) y El viaje (1972). George Cukor, dándole la espalda a la sabiduría popular, que sostiene que “quien tuvo, retuvo”, hizo una obra lamentable en 1976, El pájaro azul, y aunque lícitamente puedan reivindicarse aspectos de Viajes con mi tía (1972) y, sobre todo, Ricas y famosas (1981), son títulos que están a años luz de la grandeza de Historias de Filadelfia (1940) o Ha nacido una estrella (1954). Rossellini realizó dos largometrajes interesantes al final de su carrera, Anno uno (1974) y El Mesías (1975), pero esta vez no logró que el resto del cine rodado en aquellas fechas envejeciera de repente.

Hay casos de veras singulares. El de Mitchell Leisen es digno de atenta observación. Su edad de oro consensuada son los años treinta y primeros cuarenta, con piezas de caza mayor en el género de la comedia como Candidata a millonaria (1935), Una chica afortunada (1937), Medianoche (1939) o Recuerdo de una noche (1940), la favorita del bloguero. Su última década de actividad fueron los años sesenta, íntegramente dedicados a la televisión: series hoy legendarias como Caravana, El agente de C.I.P.O.L. o The Twilight Zone, de la que dirigió tres episodios. La de los cincuenta, así como los últimos coletazos de la anterior, si no son objeto de estudio en alguna antología exhaustiva de su obra, permanecen generalmente obliterados. Y es injusto, por cuanto el período contiene obras de valor dignas de su enorme talento. Veamos dos: Captain Carey, USA (1949) y Casado y con dos suegras (1951).

Captain Carey, USA es un thriller de posguerra tradicional para el lucimiento de Alan Ladd, de intrigante desarrollo, impecablemente ejecutado e interpretado: ¡qué grandes secundarios Joseph Calleia y el barcelonés Luis Alberni, que ya estuvo memorable como director de hotel en Una chica afortunada! Ambientado en un pueblecito pesquero próximo a Milán, cautiva por el glamour propio de la época (una atmósfera de ensueño muy característica de la Paramount) y la imaginación de sus decorados, obra de dos ilustres art directors del Hollywood clásico: el grandísimo Hans Dreier, en cuya filmografía de más que 500 títulos entre 1918 y 1951 se cuentan cimas de la riqueza visual de Los muelles de Nueva York (1928) y otras once proezas de Sternberg, Sueño de amor eterno (1935), varias superproducciones de Cecil B. De Mille, El crepúsculo de los dioses (1950) y Un lugar en el sol (1951), y el comparativamente menos prodigioso Roland Anderson. Añadamos, como información para enciclopedistas, que Captain Carey, USA ganó el Oscar a la mejor canción: Mona Lisa. Casada y con dos suegras es un retorno a los enredos propiciados por la diferencia de clases que tanto jugo dieron en los años treinta. La elegancia de Leisen luce en todo su esplendor y la belleza de Gene Tierney imanta la pantalla. Falla el galán, John Lund, muy soso (¡cómo habría ganado con Cary Grant, forever young!), pero la fiesta, que es de las que dejan resaca, la acaban montando dos secundarias en estado de gracia: Miriam Hopkins (la mamá de Tierney) y Thelma Ritter (la mamá de Lund), que cargan de electricidad la función. ¿Por qué no se conocen más estas películas tan agradables?