Turrón de Truffaut

Acabaron las fiestas navideñas, acabaron los ágapes suculentos. A los placeres de la buena mesa y el reposo de sofá, este bloguero los acompañó, la última semana del año, con la relectura de Las películas de mi vida, de François Truffaut, en la reciente edición de 2017, incomprensiblemente llena (truffada) de errores y nombres mal escritos. Por ejemplo: ¿qué película de Renoir es La mujer de la plata? Sin duda una traducción de The Woman on the Beach (1947) mal tecleada. ¿Y quién es Larry Semen? Pues Jaimito después de la corrida.

Estos lapsus no entorpecen el goce, el éxtasis de la lectura. Truffaut era torrencial en el comentario. Amaba el cine sobre todas las cosas y, cuando una película o un cineasta eran de su agrado, inyectaba una pasión a la frase que contaminaba al lector. Las películas que más le gustaban las veía cien veces, las memorizaba y las analizaba del derecho y del revés. Su carácter impulsivo le jugó malas pasadas, y él mismo reconocía no haber sido justo con tal o cual director la primera o primeras veces y corregía el juicio incluso pidiendo perdón: Ford, sin ir más lejos. Hay párrafos memorables en Las películas de mi vida, intuiciones geniales, ideas personalísimas, conocimiento, clarividencia. Con tajante ironía podía dejar claro dónde se enseña y se aprende de verdad: “Una tarde que falté al cine para ir al colegio…”. Unas pequeñas muestras más:

Sobre Bresson: “Robert Bresson es tal vez un alquimista a contrapelo: parte del movimiento para lograr la inmovilidad, su tamiz desecha el oro para recoger la arena”. A propósito de Frenesí (1972): “A Hitchcock se le ha valorado desde hace tiempo por la clase de flores que ponía en el jarrón. Se da uno cuenta hoy de que las flores siempre han sido las mismas y que todos sus esfuerzos se centraban en la forma del jarrón, en su belleza”. Sobre el autor de Manos peligrosas (1953): “Sam Fuller no es primario, es primitivo. Su talento no es rudimentario, sino rudo. Sus películas no son simplistas, sino simples, con esa simplicidad que aprecio por encima de todo”. De una película generalmente poco valorada, Amor a reacción (1957), extrae Truffaut una singular vibración romántica: “Obligado a filmar también aviones durante más de la mitad de la película, [Sternberg] ha sabido humanizarlos con una maestría asombrosa. Cuando el aparato pilotado por Janet Leigh aparece en el cielo, volando al lado del avión pilotado por John Wayne, y escuchamos en pleno cielo su diálogo de amor por radio, nos sentimos invadidos por una emoción totalmente pura, conseguida por medios poéticos. Tantos hallazgos y tanta belleza nos ponen un nudo en la garganta. La intención del film, lo repito, es imbécil y propagandística, pero Sternberg la soslaya constantemente y los ojos se nos llenan de lágrimas ante tanta belleza, como, por ejemplo, cuando el avión macho y el avión hembra se buscan, se encuentran, se superponen, se excitan, se calman y vuelan, por fin, uno al lado del otro. Sí, en esta película, los aviones hacen el amor”. Sobre La tentación vive arriba (1955): “Billy Wilder, viejo zorro libidinoso, intercala incesantes alusiones y equívocos hasta el extremo de que a los diez minutos de película ya no sabemos cuál es la significación original de las palabras: grifo, frigorífico, lo de abajo, lo de encima, jabón, perfume, braga, ventolera y Rachmaninoff. […] Pienso, por ejemplo, en esa botella de leche que Tom Ewell, en cuclillas, sobre el suelo y delante de la puerta entreabierta, sostiene entre sus piernas”.

He aquí, en fin, cómo el director de El pequeño salvaje (1970) admira a dos cineastas americanos y se dirige con el látigo en la mano al lector que ose darles la espalda: “Hawks y Ray se contraponen un poco a la manera de Castellani y Rossellini. Hawks representa el triunfo de la inteligencia. Ray el del corazón. Se puede rechazar a Hawks en favor de Ray (o al revés), se puede incluso rechazar Río de sangre en favor de Johnny Guitar o se puede admitir a los dos, pero quien rechaza a uno y a otro va a escucharme: que no vaya más al cine, que no vea más películas, porque no sabrá nunca lo que es inspiración, intuición, poética, un encuadre, un plano, una idea, una buena película, cine”. Sin la más mínima sombra de duda, un libro de cabecera. ¿Se dan cuenta de que ya prácticamente no quedan críticos tan apasionados, ingeniosos e incendiarios?