El titán

“Está por encima de cualquier elogio porque es el más grande”, decía Godard de Charles Chaplin en 1963. Transcurrido más de medio siglo, la frase todavía es válida hoy, tan válida como si la aplicamos a Steven Spielberg oteando el cine producido en las últimas cinco décadas. Existen, nadie lo discute, cineastas de talla comparable, pero pocos como él han ofrecido tanta abundancia de tan alto nivel tan prolongadamente. Spielberg ha sido memorable en la aventura, en la ciencia ficción y la fantasía, en el melodrama de época, el cine bélico, el espionaje y el thriller político. Nadie ha unido con armonía más perfecta el arte (gigantesco) y la industria (mastodóntica) ni ha forjado tantas generaciones de cinéfilos hasta darse ya la circunstancia de abuelos, padres e hijos de una misma familia crecidos a la luz hechizante de sus imágenes. Los últimos decenios del siglo pasado no podrían entenderse sin su huella indeleble: en los setenta Tiburón (1975), en los ochenta En busca del arca perdida (1981) y E.T. El extraterrestre (1982), en los noventa Parque Jurásico (1993), cimas del cine espectáculo y la cultura popular que, adheridas como una lapa al clasicismo, redimensionan los protocolos de los géneros y hacen evolucionar la fábrica de sueños recurriendo siempre a las tecnologías del futuro.

La obra fílmica de Alfred Hitchcock abarcó 51 años. Spielberg ya lleva 54 en el oficio. Empezó jovencísimo, dirigiendo episodios de Marcus Welby, la abuela de Urgencias, o Audacia es el juego, la primera serie americana que vimos (oímos, mejor) con doblaje hecho en España, un pequeño trauma para quienes llevábamos diez años devorando telefilmes con acento de América latina. Ya en ese precalentamiento profesional se detectaba el talento del realizador. Dos ecos precisamente de Hitchcock a modo de ejemplo. Uno, sin duda intencionado: el primerísimo y amenazador plano, en el episodio Murder by the Book (1971) de la serie Colombo, de la mano del asesino empuñando la botella con que matará a su víctima, ciento por ciento hitchcockiano. El otro, meramente casual, en tanto que rima con un Hitchcock futuro: en el capítulo Eyes (1969) de la serie Night Gallery, hay un plano bellísimo de la lágrima de una lámpara que cuelga del techo; la cámara retrocede unos centímetros, mientras Barry Sullivan pasa por debajo. Sí: la última imagen en la filmografía del mago del suspense sería (Family Plot ,1976) la de una lámpara de lágrimas, una de ellas el preciado diamante.

En pocos años, aquel televisivo veinteañero se convirtió en el rey (Midas, lo midas por donde lo midas) de Hollywood. Hoy, septuagenario, no parece para nada dispuesto a abdicar. Al contrario: Ready Player One, la película que Spielberg estrena esta semana tan sólo dos meses después de Los archivos del Pentágono, es una proeza inigualada. Viéndola, puedes oír al propio Spielberg lanzando un “¡apartaos, muchachos, que aquí estoy yo!” a la multitud de imberbes aprendices de brujo que tanto embrutecen las pantallas con sus supuestas octavas maravillas. “¿Nostalgia de los años ochenta?”, nos sopla al oído el cineasta: “Pues os vais a enterar: los ochenta fueron, son míos, y de nadie más… Y, ahora, disfrutad este ágape pantagruélico de imágenes ochenteras rabiosamente puestas al día”. Y, sí, Ready Player One es un macromegaespetáculo torrencial, abrumador, pero, ojo, no sólo rinde homenaje a la ahora añorada década Amblin, sino que abre el objetivo y traza un mapa, caudaloso y casi inabarcable, del sense of wonder a través de los tiempos, del King Kong de la Gran Depresión a ese futuro monopolizado por Oasis, la realidad virtual en la que quizás viviremos en un abrir y cerrar de ojos olvidando ya que los pájaros vestían plumas y las zanahorias se arrancaban del huerto. Esta GRAN AVENTURA PRODIGIOSA de Spielberg, que vendría a ser (mejoradísimo, por descontado) el Tron (1982) del siglo XXI, tiene, como otras veces, sus puntos débiles, sus fruslerías: demasiadas llaves que abren puertas mágicas, demasiado plano el perfil del mocoso protagonista (aunque muy spielbergiano: ausencia de padre, curiosidad y valentía…). Pero los puntos fuertes, que son casi todos, se comen a los débiles sin dejar espina: las carreras virtuales increíbles, la inesperada penetración en El resplandor (1980), etc. Una experiencia frenética y aturdidora fabricada con mano de santo, de hacedor de milagros. Con mano y voz de titán: “¡Aquí estoy yo, y a ver quién me tose!”. Nadie, maestro, absolutamente nadie.