Sitges en la nueva normalidad

Sitges 2020 empezó con las restricciones anticoronavirus sabidas y terminó con más restricciones, no previstas, que afectaron al desarrollo del festival los últimos tres días. El bloguero ya no estaba allí el viernes 16 ni el sábado 17 ni el domingo 18, pero de haber entrado esas fechas en su calendario festivalero, a los cinco minutos de oír la noticia trágica (cierran bares y restaurantes) ya habría desalojado el hotel, pillado el primer tren para Barcelona y equipado su nevera con comida y bebida para siete años.

El certamen resistió como un jabato. Annus horribilis, por supuesto. Eso ya lo sabíamos de antemano. Pero la alegría, la pasión, el buen cine y el espíritu suburense permanecieron enhiestos, aunque hubiera menos películas, menos público y menos convidados (¿covidados?). Y, lástima, menos diarios del festival, que siguen siendo estupendos pero este año se publicaban cada dos días. La mascarilla perpetua era un engorro, sí, pero también te permitía no saludar a un conocido a quien no te apetecía saludar y que no te reconocía, escaqueo milagroso imposible de practicar a cara descubierta. Por lo percibido, el comportamiento general fue civilizado y respetuoso con las normas y las distancias, en las filas de los cines, en los cines, en las terrazas, en las calles, en los comercios (que en octubre hacen su segundo agosto), incluso en El Cable, el popular bar de tapas a dos tiros de piedra del Retiro, abarrotadísimo en la antigua normalidad.

De lo degustado en Sitges este año, el bloguero se queda con dos goces mayúsculos: el suquet de corvina de La Nansa y, como en la pasada edición, la última película de Quentin Dupieux. A este Quentin pronto habrá que darle el tratamiento de maestro que venimos dispensando al otro Quentin desde 1992. Se lo está ganando a pulso. Ya hace diez años que algo tan prosaico como una rueda de coche adquirió rango de poesía gore de otro mundo. Del planeta Dupieux. En aquella película, Rubber (2010), una idea de base delirante (el neumático que cobra vida en pleno desierto y se convierte en objeto exterminador) iba acompañada de un discurso metalingüístico sobre la realidad y la ficción (el policía que especula sobre cine y nonsense, los espectadores que contemplan la propia película desde la distancia) altamente estimulante, al igual que en Le daim (2019), la obra del año pasado, la del loco de la chaqueta de piel de ciervo, que también reflexionaba sobre la creación cinematográfica desde una óptica singular. Dupieux es el rey de las situaciones absurdas: en Mandibules, que es la de este año, dos zoquetes encuentran una mosca gigante en el maletero de un coche y reaccionan con toda naturalidad, como si hubieran encontrado una maleta con camisas, pantalones, ropa interior y un neceser: la cosa más normal del mundo. Eso sucede casi al principio. Lo que sigue no es menos descabellado. Y un sincero aplauso para la gran Adèle Exarchopoulos, la protagonista titular de La vida de Adèle (2013), en un papel inenarrable y desternillante.

A ver cómo pintará Sitges 2021. ¿Saludaremos ya a cara descubierta? ¿Nos morrearemos?