¡Qué dolor!

El bloguero tuvo que oír hace unos días, de la boca de un necio, una antigua frase que creía ya desterrada del planeta: “Yo es que al cine voy a divertirme; en cambio, vosotros…”. No “tú”, no: “vosotros”. A uno lo meten de inmediato en un saco habitado vete a saber por qué extrañas criaturas, esos engendros que no vamos al cine a divertirnos. Por consiguiente, “nosotros”, como ya observaba Manny Farber a propósito de esta frase en 1944, “vamos al cine como si fuésemos en busca de un purgante”. Vamos a sufrir. Masoquistas natos, en el sufrimiento hallamos el placer, algo próximo a la felicidad absoluta. ¿Y con qué sufrimos? Pues sufrimos, y mucho, con las películas de Harold Lloyd, las de Woody Allen y las de Jerry Lewis, las de Chaplin, Tati, Alberto Sordi o Laurel & Hardy. Sufrimos con El hombre tranquilo (1952), con El ladrón de Bagdad (1940) y con Siete novias para siete hermanos (1954) y padecemos lo indecible, como si nos bombardearan la cocina mientras calentamos los macarrones, viendo a Cary Grant en un jardín, siguiendo de cuatro patas a un perrito que ha enterrado un huesecito. Las comedias de los hermanos Marx son peor que un dolor de muelas, por eso las vemos tantas veces, porque nos pirran los flemones y el instante sublime en que te extraen el diente. Otro momento de tortura consiste en contemplar a Henry Fonda o a Richard Widmark cabalgando por las praderas y la montaña: migraña insoportable, un fuerte calambre en el pecho… ¡puro placer! Raritos que somos. Y con el semblante caquéctico, decrépito.

Ahora bien, “ellos”, los que van al cine a divertirse, lucen unas mejillas sanas como Heidi en los Alpes, unos cuerpos serranos, un espíritu tónico y uniforme y siempre ven que la vida es bella como una aurora boreal. Estos seres privilegiados ahora se estarán relamiendo de gusto con el estreno en Netflix de Alerta roja. Tiene todos los ingredientes: acción continua, peleas, vuelos, una selva y unas persecuciones indianajonescas (todo pésimamente filmado, pero ¿acaso importa?); dos tíos simpáticos (Dwayne Johnson y Ryan Reynolds) y una tía simpática (Gal Gadot), que se hacen los simpáticos, claro está, y se gastan bromas y cuentan chistes (todo al nivel de un parvulario desatendido, pero ¿acaso importa?), y unos escenarios muy lindos de varios rincones del mundo (hasta sale Valencia, con corrida de toros de propina). El masoquista cinéfilo sufriente ve con nitidez total el Gran Bodrio del Año. Y ve con qué facilidad los productores hoy se gastan un dineral con el big concept más débil: coge a tres superestrellas con carisma y déjalas que hagan el ganso. No hace falta nada más para contentar a quien acude a las películas para divertirse y que, en tanto que cine de acción, encontrará aquí, no lo duden, más estímulos (el registro cool, los colores y las localizaciones de catálogo de agencia de viajes, una alegría de emoticono sonriente, etc.) que en Mad Max: Furia en la carretera (2015), que es cilicio para los que sufrimos. Farber concluía su reflexión sobre el tema sentenciando que “si vamos al cine solo por la diversión que ofrece una exhibición de basura es porque Hollywood ha logrado embaucarnos en más de un sentido”. Y eso lo decía en 1944, cuando las cosas (y los espectadores) estaban bastante mejor que ahora; cuando, en fin, el cine popular también podía ser, era, cine grande.

Después de ver Alerta roja, el bloguero necesitó una ración urgente de sufrimiento y se tragó, seguidas, Poderosa Afrodita (1995) y Vive como quieras (1938). ¡Qué dolor!

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