EL CINE, AYER. Capítulo 6: Censura y doblaje

Arte infame de la mutilación (cortar imágenes o escenas sospechosas de contener elementos nocivos) y de la prestidigitación (hacer desaparecer películas enteras como David Copperfield hace desaparecer aviones), la censura cinematográfica en España traza una historia larga, larguísima, que arranca en 1912 y, atravesando períodos de extremo rigor y otros de relativa flexibilidad, llega hasta después de la muerte del caudillo: el controvertido caso de El crimen de Cuenca, la valiente película de Pilar Miró, alcanza ya la puerta de los años ochenta. Por supuesto, fueron los años de posguerra los más vigilantes, los más atentos a mantener el orden moral católico y el pensamiento ideológico del régimen. Nos perdimos muchos besos en películas castas (los curas censores, en cambio, los gozaron) y cientos de obras señeras no se estrenaron cuando debían estrenarse, ni que fueran de un artista tan popular como Chaplin: El gran dictador (1940).

En el rico anecdotario de las agresiones perpetradas por nuestros despiertos y escrupulosos centinelas hay casos antológicos, como el muy célebre de Mogambo (John Ford, 1953). Menos conocido es el de Un gángster para un milagro (1961), la conmovedora última película de Frank Capra. No les debía gustar mucho que la hija (Ann-Margret) de la vagabunda vendedora de manzanas (Bette Davis) viviera en España y estuviera a punto de contraer matrimonio con un aristócrata español; solución: en las copias estrenadas en nuestros cines la chica era italiana y su prometido, un conde italiano. Esta perversión se perpetuaría, imperdonablemente, como mal endémico, en tiempos ya de presunta libertad expresiva. Un ejemplo: en 1986, un año despejado ya de prohibiciones, TV3, el canal autonómico de Catalunya, estrenó la serie británica protagonizada por John Cleese Hotel Fawlty (Fawlty Towers, 1975-1979) y cambió la nacionalidad del atolondrado, inepto camarero Manuel (Andrew Sachs), que en la versión original era español y encima de Barcelona. Demasiado tonto para ser catalán; solución: mexicano. ¡Olé TV3!

Estos malvados reajustes citados no alteran las imágenes, que permanecen invioladas; son fruto de otra manipulación, el doblaje, que no deja de ser un derivado puntual de la censura. Desde que el cine empezó a hablar, los actores y las actrices se expresan al mismo tiempo con el cuerpo y con la voz, y secuestrarles la voz es desterrar de cuajo un cincuenta por ciento de su valía. En España, el doblaje fue el pan nuestro de cada día y todavía pervive con fuerza, aunque ya compartiendo salas con las de versión original subtitulada. Como cuenta Román Gubern, “el 22 de octubre de 1930, en el alba del cine sonoro, Mussolini impuso, en el marco una denominada ley de defensa del idioma, la obligatoriedad del doblaje al italiano de todas las películas proyectadas en su país. Años más tarde, en abril de 1941, el general Franco siguió sus pasos al imponer, esgrimiendo también razones patrióticas, la obligación del doblaje en castellano de todas las películas extranjeras exhibidas en España”.

Los espectadores hoy veteranos, pues, éramos ya mayores de edad cuando comenzamos, poco a poco, a familiarizarnos con las voces auténticas de las estrellas que amábamos, a reconocerlas y admirarlas. Claro está que habernos pasado veinte o treinta años ignorándolas ha lesionado gravemente nuestras membranas perceptivas, hasta tal punto que, hoy mismo, cuando revisamos una vieja película con el doblaje de la época sentimos una emotiva vibración que nos pone la piel de gallina y un nudo en la garganta. Pues, hay que reconocerlo, hubo entre los primeros años cincuenta y mediados los setenta unos dobladores extraordinarios y unos estudios de doblaje (La Voz de España, en Barcelona, en cabeza) que fueron los mejores del mundo. El efecto es curioso: la capacidad de esas voces de evocar nuestro lejano pasado es incluso superior al de las propias imágenes. Sí: oír a John Wayne con la voz de Felipe Peña, a James Stewart con la de Fernando Ulloa o a Jack Lemmon con la de Joaquín Díaz es como devorar, con lágrimas en los ojos, una deliciosa magdalena proustiana. Y es que, como escribía en sus memorias Jaume Figueras, el cinéfilo que conozco, con Roc Villas, que mejor domina el tema, “tanto si se considera un fraude mayor o un arte menor, el universo del doblaje forma parte indisociable de nuestra educación auditiva”.

En Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), Cecilia Roth y Eloy Azorín, su hijo en la ficción, cenan juntos mientras contemplan en la pequeña pantalla Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950); Eloy denuncia la falsedad de título castellano respecto al original All About Eve, pero la réplica de Cecilia es elocuente: “Todo sobre Eva suena raro”. Tiene razón, es cierto que Eva al desnudo suena mejor. Poner título español a las películas extranjeras es tarea más compleja de lo que parece. También ahí pudo la censura actuar sutilmente: El Evangelio según San Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964) por Il Vangelo secondo Matteo o Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), en singular, por el plural Ladri di biciclette. La traducción literal del título original puede, como señala Cecilia Roth, sonar raro. Y es ahí donde, en tiempos pretéritos, la inspiración de los distribuidores brillaba a gran altura: Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, John Ford, 1946), El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower, Raoul Walsh, 1951), El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) o el gran hallazgo de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959) son títulos de veras preciosos y en ocasiones mejoran poéticamente a los originales. También la vía chiflada tiene su antología, cuya cúspide no superada sería Africa Screams (Charles Barton, 1949), la parodia del cine de safaris protagonizada por Bud Abbott y Lou Costello que en España se tituló Las minas del rey Salmonete.