Tres apuntes a modo de “rentrée”

1: Thank heaven for “Gigi”. El otro día, el bloguero quedó por enésima vez rendido ante Gigi (1958), el maravilloso musical de Vincente Minnelli, que emitía Canal Hollywood en una copia espléndida, con los diálogos subtitulados en castellano pero, ¡ay!, no las canciones. Urge recordar que la historia en que se inspira la perpetró una mujer, Colette, pero nadie lo diría viendo la película, porque lo que la escritora denunciaba Minnelli parece exaltarlo, no en vano lo que a él le interesa es la alegría: los colores, los decorados, el vestuario, la elegancia de los manteles y la cubertería del Maxim’s, el movimiento, la música y el baile, la luz, el ritmo; la riqueza visual, en suma. Y el amor, claro, y ahí es donde nos ofrece el enaltecimiento de las lolitas. Hoy, con la desmesurada hipocresía disfrazada de corrección política que nos invade, una película como Gigi iría directamente, con todo el equipo que la facturó, a la hoguera de la inquisición. La película empieza y termina en el Bois de Boulogne del año 1900, con el viejo verde Maurice Chevalier cantando «Thank heaven for little girls» mientras contempla unas niñas jugando en el césped. ¿Una incitación a la pederastia? La jovencita Gigi es instruida en las altas esferas sociales (por su propia tía abuela) para satisfacer a todos los galanes que merodeen a su alrededor como moscas; aprende las mejores maneras de encenderles el puro a los caballeros, magnífica metáfora fálica. Woody Allen cita Gigi en Día de lluvia en Nueva York (2019), y está claro que, con todo lo que está pasando el cineasta estos últimos tiempos, no es una cita inocente.

Pues bien, como hoy no se puede hacer nada parecido a Gigi, hagamos bodrios como los recién estrenados ¡Que suene la música! y ¡Va por nosotras! (¡que no falten las exclamaciones!), donde vemos, respectivamente, a una suerte de señoras Miniver formando un coro y a otro grupo de mujeres que se meten a jugar a fútbol sin haber chutado jamás un balón. El problema no es que sean películas malas: es que son películas cobardes. Una película de Ed Wood puede ser mala, pero es valiente, honesta, febril y apasionada. Estas dos ofensas se limitan a cubrir la cuota de empoderamiento, no sobresaltar al respetable, masajearlo con dosis de buen rollo intolerable. ¿Qué tal si nos quedamos con Gigi y su eterno esplendor, aun a riesgo de que nos apedreen?

2: Marianico. Tiene su gracia El último show, la serie producida por Aragón TV que esta semana ha aterrizado en TV3. Como las dedicadas a Jorge Sanz o Berto Romero, se apunta a la muy atractiva fórmula de aproximarse a un famoso y penetrar en su intimidad. Aquí el sujeto sometido a exploración es Miguel Ángel Tirado, popularmente Marianico el Corto, inolvidable en sus apariciones en No te rías, que es peor. Sin su disfraz de baturrico, Tirado es ahora un viejo amargado, deprimido (sus razones tiene, que no desvelaremos), que reniega del cómico que fue aunque todavía se vea obligado a perpetuarlo en bolos de mala muerte. Todo perfecto, salvo que TV3 ha vuelto a cometer uno de sus habituales delitos: doblar al catalán un producto que todos entendemos en castellano, y nada menos que con la muy reconocible voz de Joan Pera en el papel principal. Vamos a ver: ¿qué gracia le haría a Pera que TVE emitiera una representación de El fantasma de Canterville con Santiago Segura usurpando su voz? Menos mal que el mando a distancia nos permite restituir la versión original.

3: Parrish. ¿Alguien se acuerda de Robert Parrish? Este año se cumplirán 25 de su fallecimiento y sería justo que se le recordara con una retrospectiva, pues es el típico cineasta que urge redescubrir. Tiene obras de valor, como Más rápido que el viento (1958), Más allá de Río Grande (1959) o la más bien subestimada Llanura roja (1954). O San Francisco Story (1952), que tanto admiró Pere Gimferrer. Y sus dos primeros largometrajes, dos modélicos thrillers de serie B, ambos del 51: Cry Danger, con Dick Powell, y El poder invisible, con un descomunal Broderick Crawford.