Tres autores y un príncipe

Christopher Lee

1: Trevorrow

Los 22 años transcurridos entre Parque Jurásico (1993) y Jurassic World están brillantemente sintetizados en un plano tan sencillo como elocuente de la nueva película. Bryce Dallas Howard está hablando con sus dos sobrinos, en un plano medio, y a su lado mueve la cabeza el holograma de un dinosaurio. La naturalidad con que estos cuatro elementos (tres personas y un falso dinosaurio) se integran armónicamente en el encuadre revela un estado de las cosas muy diferente al del título fundacional. Quiero creer que es una idea de Colin Trevorrow, y saludarlo por este plano y otros muchos, muchísimos, de esta espléndida resurrección de la saga forjada por Spielberg. Y creer que ha nacido un autor dotado: su primer largometraje, Seguridad no garantizada (2012), producido por los hermanos Jay y Mark Duplass, era una deliciosa rara avis que combinaba comedia romántica y fábula de ciencia ficción (modalidad viajes en el tiempo), protagonizada por unos personajes excéntricos por fuera pero tiernos y humanísimos por dentro. Y estaba rodada con lo puesto, à la Duplass: el cine indie más radical, el numblecore. No puede haber películas más dispares pero, dentro de sus postulados, ambas son coherentes, sensatas, rebosantes de buen cine. El futuro dictará a favor (o no) de Trevorrow.

2: Dumont

En la extraordinaria La vida de Jesús (1997), Bruno Dumont nos ofreció la más penetrante radiografía de la monotonía diaria, la abulia y el aburrimiento de un pequeño pueblo del norte de Francia. En plena canícula, los jóvenes recorren la provincia montados en sus motos una y otra vez, se tuestan inmóviles al sol en una plaza solitaria, persiguen a un chico árabe, visitan a un amigo enfermo de sida, etc. La cosa acababa en crimen involuntario, rociando la impasible estampa con perfume Chabrol, aunque la mirada de Dumont estaría más bien en la esfera de un Marc Recha. Ahora el guionista y director estrena en cines su miniserie de cuatro capítulos El pequeño Quinquin, que también explora, a lo largo de casi tres horas y media hechizantes, un medio rural poblado por seres a la deriva, ahora en bici en lugar de motocicleta. La diferencia está en el tono: Dumont se saca de la manga un inesperado humor negro (crímenes espeluznantes con cadáveres que aparecen en trocitos en los culos de las vacas) y su mirada se torna netamente marciana. Obra enteramente labrada sobre el efecto de extrañeza, El pequeño Quinquin perdurará en la memoria por la figura protagonista del comisario de policía, tan inepto como extravagante, inolvidable por sus persistentes tics faciales y el constante baile de San Vito de sus (superpobladas) cejas, una creación personalísima del debutante Bernard Pruvost y quintaesencial caricatura de cierto talante francés, a caballo entre Michel Simon y Fernandel, tan idiosincrático como el camembert. Su incomodidad en la escena del restaurante junto al mar, contemplando cómo un retrasado mental hace destrozos, ha de pasar ya a los anales.

3: Assayas

Otro autor como la copa de un pino: Olivier Assayas. De él catamos esta semana Viaje a Sils Maria, una absoluta obra maestra, la película más madura, sensible e intensa del año. Con personajes cargados de verdad humana, como el de Juliette Binoche en el rol de una actriz que aborda la madurez aceptando volver a interpretar una obra de juventud pero, claro está, en otro papel, de mayor edad, relegando el que en su día encarnara a una estrella ascendente, que llega de Hollywood, donde acaba de dar vida a una superheroína. O como el de su asistenta personal, una criatura con carácter y decisión, soberbiamente interpretada por Kristen Stewart, ya definitivamente alejada de amoríos vampíricos: en Siempre Alice (2014) y En la carretera (2012) ya demostró previamente su talento y versatilidad. Viaje a Sils Maria habla, con voz muy clara, de la vida y del teatro y del cine, del paso del tiempo y de las responsabilidades personales, de los legados y de las transmisiones. Es asombroso el domino del espacio y la perfecta adecuación de los personajes en él, ya sea en interiores elegantes o en exteriores de impresionante belleza natural (los Alpes suizos), que entablan un diálogo muy emotivo con los bergfilms de Arnold Fanck (se incluyen imágenes de un documental suyo de 1924) y ponen unas gotas de metafísica a esta obra repleta de capas, enigmas y ambigüedad.

4: Drácula vuelve a (y no de) la tumba

Billy Wilder, Raoul Walsh, Jesús Franco, George Lucas, Michael Powell, Richard Lester, Pere Portabella, Terence Fisher, Peter Jackson, Tim Burton, Martin Scorsese, Robert Siodmak, Mario Bava, Steven Spielberg, Joe Dante… Pocos actores pueden presumir de haber actuado bajo las órdenes de una panoplia tan variada e ilustre de cineastas. Uno de ellos (Fisher), y en un género concreto (el terror), le otorgó inmortalidad, pero Christopher Lee brilló siempre y en cualquier registro: su porte y estatura, su autoridad, su imponente voz imantaban la pantalla aun en materiales de derribo insalvables. Precisamente estas son las virtudes que a uno le fascinaron cuando estrechó su mano (“It’s a pleasure”, dijo, pero el placer era mío, qué duda cabe) en octubre de 1986: una presencia majestuosa, aristocrática, superior, única. Muchas veces las necrológicas recogen frases socorridas (“el último clásico”, “el último duro de Hollywood”) que quedan muy bonitas en los titulares pero son más falsas que un duro de cartón. Con Lee sí podemos decir que se ha ido el último. El último icono del cine de terror, de la talla de Lugosi, Karloff, Price y Cushing. Desde el cine mudo hasta ayer mismo los ha habido, pero después de Lee, por muy vivo que esté el género, ¿quién tiene la mínima entidad, por pequeña que sea, para ocupar el trono de príncipe del género? Nadie, absolutamente nadie. Un saludo y un millón de gracias por los felices momentos compartidos en la sala oscura, Gran Caballero, último, último, último de una raza irrepetible.