Regalo de Navidad: una soberbia “Woody movie”

A Woody Allen, la comedia le sale por las orejas. Habita en ella, es su país de origen y de formación. No es de extrañar, pues, que cuando aborda el melodrama, como ahora en la soberbia Wonder Wheel, que es puro melodrama exaltado con aires de Tennessee Williams y de James M. Cain, aparezcan en él trazas de comedia. Desde su atalaya playera, el personaje encarnado por Justin Timberlake ejerce de narrador con las maneras habituales de cualquier comedia de Allen. Pero está tan bien integrada esa molécula liviana en el cuerpo de la película que apenas se nota y mucho menos chirría.

Y es que Allen, en Wonder Wheel, entronca una vez más, la enésima, con la gloriosa edad de oro del cine americano y sus géneros, donde no era infrecuente que drama y comedia se solaparan; precisamente de esa comunión emergió una reflexión tan notable como Melinda y Melinda (2004). La comedia podía antaño irrumpir de modo natural en el más tormentoso melodrama y viceversa, sin que se produjera del encuentro o choque la más mínima sensación de rivalidad. Pongamos un ejemplo: Recuerdo de una noche (1940), un perla exquisita de Mitchell Leisen protagonizada por Barbara Stanwyck y Fred MacMurray, pareja excelsa también en manos de Billy Wilder (Perdición, 1944) y Douglas Sirk (Siempre hay un mañana, 1955) y un poco menos en las de Roy Rowland (Sombras tenebrosas, 1953). Recuerdo de una noche está escrita, y se nota, por Preston Sturges. El primer tramo es inequívocamente sturgesiano: el robo del brazalete, el delirante juicio, la vida doméstica con criado negro de MacMurray… A media película, sin embargo, cuando MacMurray acompaña a Stanwyck, una noche siniestra, al hogar donde ella se crió en un rincón de Indiana, tiene lugar un breve instante de crueldad intolerable: la Stanwyck y su madre escupiéndose odio con su cruce de miradas. Avanzamos un poco y es ahora ella quien acompaña a MacMurray a su hogar, también en Indiana, que es un pozo sin fondo de amor y cordialidad, a pasar la Navidad. Leisen calza ahí media hora de sublime emotividad, de contenido sentimentalismo: ver cómo los ojos de chica mala de Stanwyck se tiñen de miel contemplando una vieja foto familiar de MacMurray (en un solo plano, Leisen y la actriz describen magistralmente una transformación) es ver la grandeza torrencial de un cine irrepetible.

Por supuesto que no era Leisen el único maestro en la fusión de comedia y melodrama: Capra, McCarey o Cukor lo practicaban con idéntica fortuna y delicadeza, tejiendo las costuras con hilo mágico, invisible de tan fino. En Wonder Wheel, Allen adopta desde la modernidad la transparente caligrafía de aquellos gigantes y el resultado es una suerte de intemporalidad o eternidad: la genuina obra de arte sin fecha de caducidad. No una Operación Nostalgia con el sello retro estampillado en cada encuadre, sino una obra viva y actual propulsada desde la evocación de un supuesto paraíso ubicado en los años cincuenta. Nueva heroína alleniana, la inconmensurable Kate Winslet, que ya heredó en el pasado los perfiles de Joan Crawford en la (extraordinaria) miniserie Mildred Pierce (2011) y cinceló un personaje house and garden con aires de Jane Wyman en Revolutionary Road (2008), adquiere aquí los rasgos de, precisamente, una Stanwyck esculpida en arcilla noir. Sus turbulencias interiores, que reverberan metafóricamente en las norias y tiovivos y montañas rusas de Coney Island, centran un relato conducido con pulso maestro por Allen, pintado por Vittorio Storaro con colores en perpetua orgía. La tragedia se infiltra con pudorosa elegancia (una elipsis brutal) y la comedia coquetea desde los márgenes de la trama: los dos gángsters (dos viejos jubilados de Los Soprano) que, respetuosos de la puntualidad, se quedan sin unas suculentas ostras. Felices fiestas.