Entre el aluvión de estrenos del pasado viernes día 19, dos documentales y una ficción con vocación de documental destacan por su voluntad de reflejar una realidad concreta, de comprometerse con ella. Las películas vienen de Italia, de Grecia y de Palestina, pero hablan un mismo idioma, hoy devaluado por la estupidez creciente: el humanismo. La palestina, Dos metros de esta tierra, está dirigida por un español hijo de padre palestino, Ahmad Natche, que, con los preparativos de un festival de música a guisa de macguffin, viaja a sus orígenes para observar e indagar, constatar las heridas abiertas de un conflicto eterno que se evoca en sus primeros minutos a través de una serie de viejas fotografías en blanco y negro sobre el movimiento revolucionario de Palestina. El testimonio de una anciana que en su día fue expulsada de su hogar, en un plano largo rebosante de emotividad, pone un nudo en la garganta. En los ojos de esa mujer se puede leer una vida entera de derrota y constante superación. Natche, felizmente, ni larga sermones ni enarbola banderas: su cámara es objetiva, curiosa y civilizada. Como la del italiano Gianfranco Rosi en Sacro GRA, un reportaje sobre la variopinta fauna que habita en los alrededores del Grande Raccordo Anulare, la autopista o cinturón que circunvala Roma. Tenemos de todo: unas prostitutas, un decadente aristócrata en su castillo con olor a naftalina, un veterano pescador de anguilas, un hombre que estudia las palmeras y los insectos que las perjudica, un conductor de ambulancias… Gente de diverso pelaje atrapada al natural por Rosi después de dos años de intensa espeleología fílmica. En la griega Boy Eating the Bird’s Food, de Ektoras Lygizos, en cambio, toda la trama gira alrededor de un único personaje, un joven cantante de ópera sin trabajo ni recursos, que comparte el alpiste con su canario. Es una metáfora obvia de la crisis económica, donde la jaula del pájaro simboliza la cárcel del protagonista. La cámara de Lygizos se pega a él como los hermanos Dardenne o Gus Van Sant hacen en sus películas y somete el tono general a un rigor expositivo digno de Robert Bresson, con escasos diálogos a lo largo de sus 82 minutos de metraje.
Estas tres películas contienen imágenes potentes. Cada espectador hallará por lo menos una en cada obra que se le adherirá a la memoria con el objetivo de perdurar. Por ejemplo, el susodicho pescador de Sacro GRA en la escena en que, ante un periódico, diserta largamente sobre la anguila en un plano fijo que Rosi deja respirar sin temor a la longitud. El aire nos es familiar: el viejo charlatán enamorado del mar de En construcción (2001), de José Luis Guerin; el vendedor de los Encantes barceloneses de Mercado de futuros (2011), de Mercedes Álvarez, incapaz de atender a un cliente más por pereza que por falta de amabilidad… Personajes sin estrella ni glamur a los que el ojo de un cineasta con dotes de observación otorga un carisma fuera de serie. La imagen más llamativa de Boy Eating the Bird’s Food ostenta un palmario espíritu de escándalo: la masturbación (real) del protagonista, cuyo desenlace tras la eyaculación haría las delicias del John Waters de Pink Flamingos (1972). La imagen de Dos metros de esta tierra que a este bloguero más le ha impactado es una de las fotografías del principio, digamos que una foto-oxímoron: la niña que lleva en una mano un kalachnikov y, en la otra, una rama de olivo, algo que, a su manera, recuerda las falanges del Robert Mitchum (ya saben: odio/amor) de La noche del cazador (1955).
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